La de hermosas mejillas

Me canso. No es justo que seamos nosotras dos, las más viejas, las que tengamos que acarrear el agua desde la fuente. Mirad las canas de Andrómaca, mirad mis mejillas sin carne, ¿creéis que nuestros brazos pueden con tanto cántaro?

¿No decís nada? El tiempo hablará por vosotras cuando os hagáis viejas.

Yo también fui joven como vosotras. La de hermosas mejillas me llamaban. Nuestro amo debería respetar mis canas, siquiera sea por las veces que fui al lecho de Aquiles, su padre, el padre que él no conoció. Yo puedo darle de él más detalles y más verdaderos que los poetas vagabundos que vienen por fiestas a palacio para llenarse la tripa con las sobras de nuestra cocina. Por mí disputaron Aquiles, el mejor de los aqueos, y Agamenón, rey de hombres. Sigue leyendo

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El seductor del mundo

alejandro amonAcababa de llegar paloma de Menfis. El guardián de Hathor informaba al guardián de Amón que el extranjero se dirigía a Siwa.

Me preocupé. Eran ya tres años oyendo hablar de él, y el ruido de sus pasos, cada vez más fuerte y más próximo. Al principio no había prestado atención a sus victorias. El mundo está lleno de matachines que se exterminan entre ellos, y nosotros muy retirados del mundo.

Pero un año más tarde, el matachín había bajado hacia el sur y puesto en fuga a Darío. No pude dejar de especular cuánto tardaría el país del Nilo en sublevarse contra el persa. Los pueblos necesitan reyes que sean dioses, porque el respeto a la divinidad amortigua el rencor que se incuba por vivir sometidos. Un rey que huye abandonando a su madre, a su esposa y a sus hijos en manos de su enemigo, no puede ser un dios. Aquello sólo podía traer desórdenes.

No es que al oasis de Amón le afectara: todo nos queda demasiado lejos (al menos, así pensaba hasta que llegó la paloma del guardián de Hathor). Pero me interesa la suerte de mis colegas de Menfis, de Heliópolis, de Tebas. Todos los años disfruto de su hospitalidad. E intercambiamos palomas.

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Cadena de custodias

Un cocker echado sobre un puff. Desde su mullida atalaya, vigila a una mujer cuarentona que pasea de lado a lado gesticulando con una mano y la otra pegada a la oreja. Viste de calle, pero calza zapatillas de casa.
─ ¿Pablo? Oye, que voy con retraso. Calculo que llegaré para las diez.
─ …
─ Enséñales la fábrica. Cualquier cosa que me dé tiempo a llegar.
─ …
─ Tú entretenme a ésos y recuerda: ni se te ocurra entrar en materia hasta que yo haya llegado.
─ …
─ Venga, hastalué.
La mujer sale del salón. El cocker salta del puff, la sigue por el pasillo. La mujer aporrea en una puerta.
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Yo pisaré las calles nuevamente

El agua me escupe, me vomita. Mi cuerpo quebrado y descoyuntado se recompone al salir a la superficie. Dejo atrás las salpicaduras, la espuma de mi muerte, y asciendo durante un minuto y diecisiete segundos hasta encontrarme tres mil metros más arriba con el Skyvan, gordo abejorro, polinizador letal, que viene hacia atrás recogiendo trece cuerpos adormilados regurgitados por el mar. En la panza, junto a la cola, se abre la portezuela y entramos de a uno, en suave parábola que nos deja en manos que nos aferran, que nos arrastran lejos del portón, que nos visten con ropas de tela y grilletes. El médico sale de la cabina de vuelo, donde se esconde de su juramento hipocrático, y nos pincha uno por uno. La jeringuilla succiona la última dosis de pentonaval. Nos entra la niebla, la vaga conciencia del ruido, del extravío. Mientras, el avión alcanza la costa y enfila hacia Aeroparque y toca el cemento de la pista y se para.
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Ella

Los chavales estaban sentados en corro. Cuando la sotana de Mosén Agulló apareció por una esquina de la plaza, uno levantó la mirada, el que contaba el cuento calló, el que era monaguillo se levantó y los demás lo siguieron para hacer cola delante de Mosén y besarle la mano.

Mosén se perdió por la otra punta de la plaza. Alguien propuso jugar al frontón en la pared del convento. El apremio de la historia interrumpida se desvaneció. Aunque a Lluis, desde aquel día, le quedó un repelús. Sobre todo cuando pasaba cerca del palacio de los Condes. Soñaba ser el caballero cristiano herido y prisionero, curado y rescatado por la princesa mora. Pero le encogía el aliento pensar que la princesa habitaba el sótano, y desde allí guardaba la entrada al pasadizo que comunicaba con el castillo, allá arriba. ¿Habría armas en el túnel? ¿Y esqueletos? ¿Y cómo se aparecería la princesa? ¿Cubierta con un velo, con un velo azul, como el de la Mare de Deu del Miracle, cuyo retrato sobre pan de oro se veneraba en la capilla del convento, junto al palacio? ¿Se apartaría de los intrusos o sería furiosa y vengativa con los que se atrevieran? Sigue leyendo

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Por amor a los Pobres

novecento

ELLA: ¿Me juzgas?

ÉL: ¿Juzgarte? ¿Por qué?

ELLA: Te llevo ¿cuántos? ¿quince? ¿veinte años? Tengo tres hijos. Soy una mujer casada…

ÉL: … con un amigo mio, sí. No me hace feliz recordarlo.

ELLA: Y aquí estoy, metida en la cama contigo.

ÉL: ¿No me tendría que juzgar también yo?

ELLA: Es distinto. No estás casado. Y además, los hombres…

ÉL: Se nos perdona todo, Carmen, por favor! Si te juzgara mal esto no habría ocurrido entre nosotros. No te atormentes.

ELLA: Bueno… ¿Ni siquiera quieres saber por qué he llegado hasta aquí?

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La mujer que sabía demasiado

eye-06– Siéntate. ¿Con leche?

No, no me molesta que fumes.

Tienes motivos para estar con las uñas afiladas. Todos estos años te has sentido traicionada. Nunca te creíste la mentira que te contó tu padre, y ahora te preguntas por qué la madre que te abandonó quiere darte explicaciones.

Yo también he llorado estos años. Pero comprendo que cualquier cosa que te diga sobre mis sentimientos te parecerá una impostura, mientras no entiendas por qué lo hice.

Tenías diez años. Déjame que te cuente lo que me ocurrió, lo que le ocurrió a tu madre cuando tenía esa misma edad.

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Danza Fantasma

Buffalo Bill Wild West ShowNingún otro hombre como Buffalo Bill me había producido nunca una impresión tan clara de que uno acaba por llegar a ser lo que se cuenta de él, la farsa que representa con la complicidad del mundo. Cuando leí en los pasquines el título de Coronel, supuse que algún escritor o periodista se habría tomado la licencia de concederle ese rango militar. Que yo supiera, en los quince años transcurridos desde nuestro primer encuentro, Bufalo Bill se había dedicado por entero a su circo, quizás lo único que quedaba ya del antiguo, lejano, salvaje oeste. Pero quién era yo para poner en duda los méritos de nadie. Por eso, cuando entré a saludarlo, pregunté por el coronel Cody.

Aquellos días, en Londres, dudábamos de que existiera un sol. Usted, le dije, trae a nuestras ciudades ordenancistas y sucias de humo el aire libre de las praderas. Me agradeció el cumplido e hizo como que me recordaba. Sigue leyendo

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Diario íntimo de Pigmalión

Pygmalion_and_galatea

Hoy hemos nacido el uno para el otro. Galatea ha llegado vestida con un vaquero y una camisa de finas rayas azul claro. Las dos prendas le ajustan bien de largo, son su talla, pero flotan alrededor de sus brazos y sus piernas.

Es tal como la había soñado, esbelta, grácil. El pelo, del color de la manzanilla, recogido atrás en cola de caballo. Los labios carnosos, pero no grandes. Los ojos, ingenuamente azules. La nariz y la barbilla, con el dibujo perfecto que sólo tienen los rostros infantiles.

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Sueños en vía muerta.

via muertaLos dos se sorprendieron al toparse con la vista. El hombre se sintió obligado a decir algo:

-Discúlpeme. Me ha llamado la atención ver que leía a Borges y… -vaciló bajo la mirada inquisitiva de ella-, bueno, se me hace rara esa edición -señaló el libro.

La mujer puso el dedo entre las páginas.

-Es una edición argentina -aseveró con calma-. ¿Le gusta Borges?

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