Ella

Los chavales estaban sentados en corro. Cuando la sotana de Mosén Agulló apareció por una esquina de la plaza, uno levantó la mirada, el que contaba el cuento calló, el que era monaguillo se levantó y los demás lo siguieron para hacer cola delante de Mosén y besarle la mano.

Mosén se perdió por la otra punta de la plaza. Alguien propuso jugar al frontón en la pared del convento. El apremio de la historia interrumpida se desvaneció. Aunque a Lluis, desde aquel día, le quedó un repelús. Sobre todo cuando pasaba cerca del palacio de los Condes. Soñaba ser el caballero cristiano herido y prisionero, curado y rescatado por la princesa mora. Pero le encogía el aliento pensar que la princesa habitaba el sótano, y desde allí guardaba la entrada al pasadizo que comunicaba con el castillo, allá arriba. ¿Habría armas en el túnel? ¿Y esqueletos? ¿Y cómo se aparecería la princesa? ¿Cubierta con un velo, con un velo azul, como el de la Mare de Deu del Miracle, cuyo retrato sobre pan de oro se veneraba en la capilla del convento, junto al palacio? ¿Se apartaría de los intrusos o sería furiosa y vengativa con los que se atrevieran?

Pasar junto al palacio le daba repelús.

El palacio señoreaba la villa. Sólo el convento, en realidad una prolongación del palacio, tenía muros tan altos y recios. Pero más aún que el palacio, era la silueta del castillo la que dominaba todo. Desde cualquier lugar del pueblo, por encima de los tejados, se asomaba el casquete recortado de la peña, la inmensa roca gris y su torre enhiesta y cuadrangular, como el yelmo de un gigante y su penacho. Y la mirada de Lluis se escapaba allá arriba en cualquier momento, sin poderlo evitar y sin poder evitar recordar que allá arriba terminaba el pasadizo cuya entrada guardaba la princesa.

Un día Lluis tuvo quince años. Se sentía enamorado sin saber de qué y desafiado sin saber por qué. Cuando levantaba la vista hacia el castillo pensaba en la princesa mora y trazaba posibles rutas de escalada. Un día arrancó a subir contra todos sus miedos, zigzagueando, gateando, agarrándose a las matas de tomillo, de espliego, de manzanilla.

Las aulas eran los barracones del viejo aeródromo. Algunas conservaban la curvatura original del hangar que fueron. A las tardes, cuando decaía el movimiento de clases y de alumnos y empezaban las horas de biblioteca, Amparo y Lluis se dejaban llevar por su embeleso más allá del campus, por donde la vieja torre de control y la planicie de la pista de tierra. Había un par de depósitos de agua a los que se podía subir por una escalerilla metálica. También, la boca de un pasadizo que ahondaba en la tierra. Lluis ya había subido a los depósitos.

– ¿Bajamos? -dijo ella.

– Está lleno de… ¡Cómo huele!

– Solo al principio. No creo que nadie se meta muy adentro para aliviar un apretón.

– ¿Para qué habrá servido este túnel?

– ¿Y tú estudias para arqueólogo? Bajemos y lo sabremos.

– Está oscuro. No tenemos linterna.

– En el laboratorio hay velas.

La encendieron a los cincuenta pasos. Paredes, techo y suelo eran cemento viejo, lleno de cárcavas. La rampa quebraba súbitamente a la derecha y se nivelaba. Veinte pasos mas allá, se bifurcaba en dos ángulos rectos.

– ¿Qué? ¿Volvemos? -Lluis miraba a un lado, al otro, atrás, y finalmente a Amparo, que sujetaba la vela.

Amparo cogió la mano de Lluis y tiró de él.

Otros tantos pasos, otra bifurcación y una pared: el túnel terminaba en un fondo de saco con bancos corridos a los lados.

– ¿Qué te parece? -Amparo movía la vela.

– Un refugio antiaéreo, supongo. De la guerra.

Amparo movía la vela con descuido mientras miraba en derredor. La luz y las sombras titubeaban en su cara, perfilándola desde ángulos imprevistos. Lluis, de pronto, cayó en cuenta:

– ¿Sabes?, tú podrías haber posado para el busto de la Dama.

Abstraído en el juego de fijar su imagen y saber si un tocado ibérico sería más real o más hermoso que sus rizos negros, se precipitó en la sonrisa que se le ofrecía.

Después del beso, ella se apartó un momento. Sobre el banco corrido, vertió un poco de cera para fijar la vela, que allí quedó, enhiesta y palpitante, mientras ella se volvía hacia él.

Al principio, Amparo pensó que la desgana de Lluis no era más que el peso de los años, o un poco de tristeza por la hija que se marchaba de casa y por todo lo que pasaba y no volvía. Pero cuando su semblante tomó el color de la tierra y los picores empezaron a no dejarle dormir, Amparo le impuso la visita al médico. Unas pruebas por vía de urgencia acabaron con un volante para su ingreso inmediato. Amparo preparó el bolso con prendas que sin decirse los dos sospechaban inútiles, como un pijama que no se habría de poner, y una bata y unas zapatillas para estar en la habitación, que apenas usó los primeros días, hasta que cayó inmovilizado en la cama.

En la puerta de casa, al arrancar el coche, con las palabras callando lo que los dos sabían, parecía que empezaba la representación con la que el mundo juega a escamotear la verdad al moribundo. Los días siguientes transcurrieron entre pruebas y oráculos médicos mal transmitidos y peor interpretados, partes de guerra victoriosos de un ejército en desbandada.

Lluis hubiera deseado, como todo el mundo, una muerte dulce durante el sueño, y no la iba a tener. Tampoco tendría una copa de cicuta y la oportunidad de demostrar su propia gallardía: no había un enemigo al que enfrentar con la propia muerte, ni un teatro donde representarla. En lugar de todo eso, le aguardaba una agonía tan larga y dolorosa como inútil, en medio de una farsa en la que todos pensaban una palabra y nadie la pronunciaba.

Un día vino el médico, pomposo como siempre y asistido por dos batas blancas. De nuevo, pareció querer hacerle creer que todo su problema eran los picores y las malas digestiones. Amparo lo acompañó hasta la puerta. En el rincón escondido a la vista de Lluis, el médico le hizo una seña para que saliera al pasillo.

Cuando Amparo volvió a la habitación, cruzó con Lluis la misma mirada quebrada que una esposa infiel cambiaría con su marido cuando sabe que acaba de ser descubierta pero que el otro no va a decirle nada. Y no se sintió redimida por darle agua cuando la pedía, por cambiarle de postura o acompañarlo en el duro trago de llegar hasta el baño, sentarse en la taza y hacer sus necesidades.

Mucho rato después, Amparo se sentó junto a la cama, mirando a Lluis de frente y cogiéndole la mano. Se prohibió pronunciar una palabra en la que no creyera, dispuesta a afrontar todo lo que Lluis afrontara. Y al final, cuando llegaba el momento de despedirse por unas horas, se incorporó y lo abrazó.

La puerta se abrió.

– Hola papá.

Amparo giró la cabeza apenas un momento y la hija se dio media vuelta, como si los hubiera sorprendido desnudos.

– Haz que no venga, Amparo -dijo Lluis-. No quiero que me vea así.

– Pensaré algo.

Lluis asintió. La hija volvió a entrar un minuto después, con un intento de sonrisa en la cara. Lluis pensó que, después de todo, había tenido dos mujeres tan hermosas como una diosa griega.

– Mamá, ¿qué haces aquí? Esta noche me quedaba yo.

– Ya lo sé. Pero quiero quedarme yo.

– Han dicho que lo van a sondar.

– Ya lo sé, lo ha comentado la enfermera a mediodía, que se lo dirán al médico mañana.

– Él no quiere.

– Ya lo sé. Venga, vete.

Amparo esperó hasta que las enfermeras hicieran la última ronda. Se acercó a Lluis. Con una mano apretaba el brazo libre de vías, y con la otra acariciaba su frente y sus mejillas. Poco a poco, bajó los dedos por detrás y debajo de las orejas, hasta el cuello, el pulgar a un lado, el índice al otro, aplicando una suave presión.

– No te preocupes, Lluis. Duerme.

Le desafiaban la peña, la roca gris redonda como el yelmo de un gigante, y el castillo arriba, su penacho. Salió del pueblo por el arrabal. Dejó atrás huertas, tapias, higueras y algarrobos, y arrancó a subir zigzagueando, gateando, mezclando su sudor con los aromas del tomillo, del espliego y la manzanilla.

Al principio, la torre se hizo invisible, tapada por la propia curvatura de la peña. Luego, poco a poco, su perfil cuadrado y arenoso fue asomando por encima de la ladera plomiza. Al llegar junto a ella le estremeció su propia insignificancia, constreñido entre sus muros y el vértigo azul del horizonte. La peña se desplomaba sobre el pueblo como la parábola de una cascada de piedra gris. De entre todas las casas, destacaba la techumbre del palacio y su gran patio interior, allí donde arrancaba el pasadizo cuyo secreto guardaba una princesa.

Se mareó intentando seguir el vuelo circular de un buitre que se recortaba por momentos contra el cielo y luego descendía para camuflarse contra los tejados, los campos, las choperas, los caminos.

Rodeó la torre con sigilo. Una abertura adintelada y elevada prohibía el paso a los pusilánimes. Escaló un poco y se asomó. Por el interior, adosados al muro, unos estribos apenas más anchos que el paso de un gato marcaban los apoyos de la escalera que hubo. El suelo era maleza y piedras, y un boquete negro.

Bajó, embriagado por su propio miedo. Bajó, y donde esperaba oscuridad, surgió ella, con sus rizos negros, su boca perfecta y el resplandor en la mano.

Bajaron juntos. Ella con sus ojos negros le indicaba el camino y con su mano blanca tiraba de él.

– ¿Sabes? -empezó a decir él-, ya sé quien eres.

La luz en su mano creció hasta anular el túnel y disolver las paredes, mientras ella lo cubría con una llamarada.

Amparo se volvió desde la puerta como si se hubiera olvidado algo. Dio la luz y levantó las sábanas. Le limpió la entrepierna con un par de pañuelos de papel. Lo tapó, tiró los pañuelos, apagó la luz y fue a avisar a las enfermeras.

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