Yo pisaré las calles nuevamente

El agua me escupe, me vomita. Mi cuerpo quebrado y descoyuntado se recompone al salir a la superficie. Dejo atrás las salpicaduras, la espuma de mi muerte, y asciendo durante un minuto y diecisiete segundos hasta encontrarme tres mil metros más arriba con el Skyvan, gordo abejorro, polinizador letal, que viene hacia atrás recogiendo trece cuerpos adormilados regurgitados por el mar. En la panza, junto a la cola, se abre la portezuela y entramos de a uno, en suave parábola que nos deja en manos que nos aferran, que nos arrastran lejos del portón, que nos visten con ropas de tela y grilletes. El médico sale de la cabina de vuelo, donde se esconde de su juramento hipocrático, y nos pincha uno por uno. La jeringuilla succiona la última dosis de pentonaval. Nos entra la niebla, la vaga conciencia del ruido, del extravío. Mientras, el avión alcanza la costa y enfila hacia Aeroparque y toca el cemento de la pista y se para.

Dos muletas vivas, samaritanos del infierno, nos sacan del avión por cada hombro y nos llevan arrastrando los pies hasta el camión verde militar. Descorren el toldo de lona y desde arriba cuatro brazos como polipastos animados jalan de nuestros cuerpos mientras desde abajo otros brazos nos alivian del peso.

El camión da marcha atrás en primera, segunda, tercera, cuarta y quinta hasta que reduce y frena por fin en el recinto de la Escuela. Nuevamente polipastos y muletas nos conducen a la sala. El médico nos vuelve a pinchar y nos saca ya del cuerpo la primera dosis de pentotal naval. Estamos en la sala que siempre hemos percibido a través de la capucha, y comprendo las palabras que todavía no se han dicho acerca de que nos van a vacunar para trasladarnos a un campo de rehabilitación, a una granja de trabajo en el sur. No sé si creer a mis deseos de escapar de aquí o a la certeza de que nunca nunca saldremos con vida.

Y una vez desdichas y desoídas las palabras, me pregunto por qué estamos juntos y descapuchados. Nunca ha ocurrido. Nos ponen las caperuzas, desandamos hasta la Capucha y me tumbo en la cucheta a esperar el paso de las semanas, llamando cada poco para hacer mis necesidades, arrastrando los grilletes, comiendo por debajo de la capucha, subiendo y bajando a los interrogatorios con la capucha. Siento mi cuerpo desnudo sobre el catre de hierro. Siento la laucha que deja de garrear y morder en mi vientre y se va. Siento la quemazón esperada, temida, pero imprevista, en qué pecho, en qué parte de la entrepierna, en qué encías, un dolor tan poderoso que afloja y enciende las luces del techo.

Un día me levantan del catre. Me ponen a tirones las bombachas, la tetera, la pollera, el saco, un trapo en la boca. Me arrastran y me chupan al suelo del Ford Falcon. Me pisan cuatro botas. El carro se mueve, no sé por dónde ni adónde. El tiempo pasa, no se acaba nunca, hasta que llegamos a mi calle, a la puerta donde vivo. Me quitan el trapo de la boca, me despachan entre cuatro de un empentón a la calle. Allí está Raúl. Se levita del suelo, su ropa se alisa y cuatro agujeros en su espalda chupan su sangre y se cierran impolutos. Se oyen petardos. Raúl viene corriendo hacia mí, de espaldas, poco antes de que otras manos como garfios coloquen a Raulito en mis brazos y el niño deje de llorar. El Falcon se va marcha atrás chillando los neumáticos, y Raúl y yo, con el niño, desandamos a casa de la abuela como todos los días, por las calles tranquilas de mi barrio.

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