Gonzalo Alvear sólo era sobrino de la cuñada de Pantaleón. Pero quien más quien menos creía que era tan dueño del negocio como sus apócrifos tíos, los hermanos Bruguera.
Ciertamente, nada se hacía en la editorial en contra de su voluntad. Aunque no se conocía ningún caso en que su voluntad hubiera discrepado de la de sus tíos. Más bien, él daba carne, voz y piernas a todo lo que ellos disponían. A todo, y lo hacía con su porte entre Clark Gable y Alfredo Mayo. Bigote de tiralíneas y pelo engominado. Zapatos lustrados dos veces al día por el limpia del Comercial.
Un figura. Lo bastante listo para metérsela doblada a un vaquero como Marcial Lafuente Estefanía. ¡Qué decir de las tropelías que había cometido con El Capitán Trueno o Las Hermanas Gilda!
Aquel día Gonzalo se prometía un doble negocio: Corín Tellado.
Semanas antes, su tío Pantaleón le había instruido en el primero de ellos: tenía que atarla para que escribiera dos novelas al mes por menos de cinco mil duros. Exclusividad, por supuesto, y derechos retroactivos sobre lo que ya le habían publicado. Había que amarrarla, cerrar el paso a la competencia, y el momento era ahora: Corín acababa de dejar de ser señora de Egusquizaga. La separación, los gastos de abogados en el nada barato Tribunal de la Rota. Y dos hijos. Corín Tellado no podría resistirse a la oferta.
En cuanto al segundo negocio, era difícil explicar el interés de Gonzalo por Corín. Ni siquiera podía decirse que se conocieran. Tres años antes, Corín había aprovechado su viaje de bodas a Barcelona para dejarse caer por la editorial. Gonzalo apenas pudo apreciar más que su desparpajo y sus formas redonditas. Su tío Pantaleón lo había mantenido aparte durante la visita. Txomin, el morrosko que ejercía de marido, tenía las mismas pintas que Gonzalo, pero sin bigote, y Pantaleón intuía que no saldría nada bueno para su negocio de juntar a esos dos gallos a la misma mesa, entre puros y copas, delante de Corín.
Pero aquello fue hace tres años. Ahora, a cuenta del contrato para firmar, Gonzalo había hablado con ella por teléfono unas cuantas veces. Fue entonces, entre llamada y llamada, cuando se descubrió diciéndose a sí mismo: sí, ésa. Como cuando se había fijado en la cerillera del Comercial, o en Pili, la secretaria: sí, ésa.
La invitó. Si venía a Barcelona, le dijo, es como si adelantara la primavera, cambiando el frío húmedo del Cantábrico por la tibieza mediterránea.
Pantaleón protestó. Pagarle el viaje y la estancia, no, eso no se hacía con los autores en nómina. ¡Qué despilfarro! Gonzalo prometió: la podría conseguir por cuatro mil. El viejo cedió, no sin decirle: ¡compte!, em sembla que eixa xiqueta es massa dona per a tu.
El enamoramiento de Gonzalo era literario. Pili, la secretaria que se había beneficiado hasta que se casó y le dijo basta, leía sus novelitas. Él se veía retratado en sus páginas: buena posición, buena planta y, sobre todo, sabía tratar a una mujer y hacerla sentir como una reina. Lo suyo con Corín estaba predestinado.
El chófer de Pantaleón le llevó a la estación. Esperó en el andén como un galán de cine, con la gabardina en un brazo y un ramo en la otra. Salió a su encuentro con pasos decididos y una sonrisa de porcelana, que reventó en un beso y una frase de admiración cuando la abrazó. Luego, la sujetó del codo y la encaminó hacia la salida protegiéndola con su cuerpo de la multitud, al tiempo que ordenaba al mozo que los siguiera con la maleta.
– ¿Ha podido descansar esta noche?
– He dormido bien, pero he echado en falta mi máquina de escribir esta mañana al despertarme.
– Es usted maravillosa. ¿Hubiera sido capaz de escribir…?
– ¿Por qué no? El ambiente es sugerente…
– ¿Algún caballero interesante?
– Eso no se le pregunta a una dama.
– Cierto, cierto. Los hombres siempre queremos ir un poco más allá de donde se nos deja. ¡Pero qué sería de sus novelas sin los caballeros interesantes! Quiero que sepa que no soy el vil usurero que quiere negociar su contrato, sino un rendido admirador suyo. Mentiría si dijera que he leído todas sus novelas, pero créame si le digo que han sido muchas, muchas.
Gonzalo hizo una pausa y la contempló largamente, hasta el punto en que Corín podía empezar a sentirse incómoda. Entonces entornó los ojos:
– Corín, ¿puedo pedirle un favor?
– Usted dirá.
Gonzalo levantó los ojos suplicantes:
– ¿Me deja tutearla?
Corín sonrió, un poco incómoda.
– Por supuesto. Pero por favor, no se ponga tan solemne, que me da risa.
Y Gonzalo se llevó a los labios una de sus manos mientras ella protestaba y simulaba reir.
En el hotel, cuando el recepcionista alargó la llave, interpuso medio cuerpo entre ella y el mostrador para recogerla. Y así, con el pretexto de comprobar que todo era “comme il faut”, acompañó a Corín hasta su habitación y la inspeccionó por dentro. Dio propina al botones, al tiempo que le encargaba un jarrón para las flores. Y se despidió con un beso en cada mejilla hasta la hora de comer.
Estaba contento de sus progresos: Corín se dejaba llevar, no retiraba la mano cuando él se la cogía, reía con él. La estocada final, el “lo tomas o lo dejas”, con el papel delante y la pluma en la mano, quedaba para mañana. Porque antes estaba el otro negocio, que además ablandaría el camino de las pesetas.
Durante la comida, Gonzalo buscó la complicidad de Corín, presentándose como defensor suyo frente a la racanería de sus tíos. Después se reunieron con Pantaleón en la editorial. Pudo mantener el tipo sin aprietos: su tío entendió que era el momento de la cortesía y no el de los negocios. Al acabar, Gonzalo invitó a Corín a volver al hotel paseando entre escaparates. Le ofreció el brazo como un romeo de zarzuela y ella aceptó. Pantaleón desde la ventana sonreía socarronamente.
Cuando Corín se quitó los tacones, se echó en la cama y cerró los ojos, tuvo que reconocer que Gonzalo, desde que salió a su encuentro en el andén, no había hecho más que enriquecer con su galantería las escenas de sus novelas. Igual que Txomin antes de casarse: Gonzalo más espigado, los dos igualmente seductores. Igualmente. Sí, te tratan como una princesa, pero luego, cuando te han conseguido, te atan en corto. Y luego vienen los hijos y la novela se acaba. Y ella tenía dos. Había que ser realista. Disfrutaría cena y ópera, pero mañana cerraría el contrato y se volvería para Asturias con sus hijos.
Cena con champán. Y para postre, el collar del que ella había dicho horas antes “¡Madre mía, qué precio!”. Tristán e Isolda: no, no imaginaba que la ópera fuera un espectáculo tan embriagador. Más aún, si te sirven champán otra vez en el descanso. Cuando llegó al hotel, no le parecía que fuera a dormir, sino que ya estaba soñando.
Así que no sujetó la puerta para dejar a Gonzalo del otro lado. Cuando se dio cuenta, el pestillo hacía clack y una mordaza de saliva, coñac y tabaco la sofocaba. Empujaba unos brazos que otra voluntad inmovilizaba. Torció el rostro, solo para que Gonzalo babeara su oreja de obscenidades.
¿Debía decir no? El ritual así lo pedía: no, no, basta, basta. Una y veinte veces, no y basta.
Intentó un rodillazo. La falda de tubo lo impidió. Después, tuvo miedo de haberlo intentado.
Gonzalo había experimentado al cerrar la puerta la misma excitación que si hubiera salido corriendo de una tienda con un artículo robado. Pero no dudaba de que saldría bien: una mujer que había aceptado todos sus halagos y regalos, que no retiraba la mano cuando él la cogía, y que se dejaba pasar el brazo por los hombros, no podía rechazarle.
La resistencia de Corín no estaba en sus novelas, ni en las de ella, ni en la que él se había montado.
Pero abrir la puerta y marcharse, incluso con una disculpa, sería una catástrofe mañana por la mañana, cuando hubiera que tratar de cifras. Una vez empezado el asalto, no había retirada. En algún momento la carne de ella, su carne de mujer, respondería a su percusión de macho. Y con esa convicción insistía, aunque su deseo estaba dando paso a la irritación, a un punto ya de abofetearla.
Corín calló, resignada a que no gritaría tan alto como para montar un escándalo. Durante mucho rato, persistió en su muda y paralítica resistencia, como una pesadilla. Y su rabia fue dando paso a otro sentimiento: desprecio. Aquello ya lo había vivido con Txomin.
– De acuerdo. Tú ganas -dijo. El se paró. Ella tomó aire- Deja que me quite la ropa, se me está arrugando- Él aflojó su abrazo, perplejo. Se levantó y desde el estrecho pasillo entre la cama y la cómoda, dijo como si pensara en voz alta:
– Acabemos con esto de una vez.
Se quitó el abrigo, después la chaqueta, la blusa, la falda, todo bien doblado y colgado en el armario, como si estuviera sola.
Al verla en bragas y sujetador, el deseo volvió a Gonzalo. Ella rodeó la cama por el lado opuesto, acabó de desnudarse, y se metió entre sábanas.
Gonzalo se desnudó y entró a su lado. Ella apretaba los dientes, mientras él tocaba sus pechos. Entonces la carne de él sintió vergüenza y desfalleció. Gonzalo se puso de costado para manosearla sin que lo notara. Pero ella percibió su insignificancia y le dijo:
– Túmbate -y se liberó de su cuerpo. Se incorporó y dándole la espalda, sin mirarle en ningún momento, con la determinación de una mujer hastiada, masajeó su miembro.
Gonzalo sintió furia, porque leía los pensamientos de ella con más claridad que los propios y sentía su desprecio y su hartura. La odió por eso y cuando su miembro se hinchó, deseó voltearla para hincarla con saña. Pero Corín se le adelantó y Gonzalo se corrió sobre las sábanas.
Corín se levantó al baño con la mano por delante como si le fuera a manchar rozarse con ella.
…
Cuando Gonzalo despertó, no había nadie. Recordaba a Corín tirándole una toalla desde la puerta del baño. Ni rastro de ella, ni siquiera el hueco o el calor de su cuerpo en la otra mitad de la cama. Bajó a recepción. La señora había pedido un taxi muy pronto.
En la editorial, Pili le cortó el paso al despacho.
– Pantaleón ha dicho que no pase, señor Alvear -el usted era la forma en la que Pili le recordaba en cada momento que aquello se acabó.
– ¿Está…? -Pili no le dio ninguna facilidad- … la señorita Tellado?
– Está dentro, sí. Y nada más pasar, salió Pantaleón para decirme que cuando viniera usted, le dijera que se quedara en su despacho hasta que ella se fuera. De muy mal gas. Tú sabrás que has hecho.
Gonzalo se retiró al suyo. El repentino tuteo le humilló, y lo hubiera compensado recordando algunos momentos especiales con Pili, pero la sombra de su tío le amenazaba. Mucho rato después, oyó los pasos decididos y la voz seca de Corín despidiéndose de su tío. Al poco, entró Pantaleón:
– Cuatro mil duros, ¿eh? Que sepas que hemos firmado por seis. Pero la factura del Palace la pagas tú, so mamón. ¡Dos habitaciones! ¡Jilipollas!