Los dos se sorprendieron al toparse con la vista. El hombre se sintió obligado a decir algo:
-Discúlpeme. Me ha llamado la atención ver que leía a Borges y… -vaciló bajo la mirada inquisitiva de ella-, bueno, se me hace rara esa edición -señaló el libro.
La mujer puso el dedo entre las páginas.
-Es una edición argentina -aseveró con calma-. ¿Le gusta Borges?
-Mucho. No es lectura de moda hoy día. Me sorprende encontrar una persona más joven que yo a la que también le guste. Aunque sospecho, por su acento, que usted ha viajado mucho. Quizás su interés por Borges sea profesional.
La mujer colocó el guardapáginas y dejó el libro a un lado, en el asiento.
-Soy devota de Borges. Estoy casada con la literatura por interés: soy profesora. Y nací en Argentina accidentalmente. ¿Y usted? ¿A qué se dedica?
-A nada. Podría decir que, como todo el mundo, me gustaría ser algo distinto de lo que soy. Aspiro al menos a que lo que digo se parezca a mí. Ahora soy viajero en un tren.
-¿Viaja usted mucho?
-He estado en Iguazú. Si fuera un personaje de Borges añadiría “no sé si esto es meritorio”.
La mujer sonrió, cómplice y complacida. El hombre prosiguió, alentado:
-También estuve en Godafoss, donde los antiguos vikingos ahogaron a sus dioses. ¿Recuerda usted esa miniatura escrita a cuatro manos, con Silvina Ocampo?
-Ajá, La muerte de Odín.
-La noche después de Godafoss volví a leerlo. Me faltó la nieve para convocar al viejo dios, los turistas solo vamos a Islandia en verano. A Odín tampoco le hubiera gustado aparecer en un viaje organizado. Esos autobuses buscando una parada para aliviar impaciencias seniles no son los drakkars con los que soñaba Borges.
-Es usted muy chisposo. ¿Sabía que Borges nunca estuvo en Islandia? Lo he documentado.
-Sorprendente. Y usted, ¿ha estado?
La mujer asintió.
-¿Le gustaron las cataratas? Gullfoss, Skogafoss…
-Hay algo en ellas que desdice de aquellos páramos de hielo y lava.
El hombre reflexionó.
-Tiene usted razón. Hace algún tiempo me dio por ver cataratas. Niágara, Victoria, el Salto del Angel, todas han creado una naturaleza esplendorosa a su alrededor.
-Gran viajero -halagó ella.
-Un viajero tópico. Ni aquello fue viajar ni esto es un tren que merezca ese nombre.
-¿El AVE no es un tren? -preguntó ella arqueando las cejas.
-Demasiado rápido para llevarte a algún lado realmente diferente. Mire, yo nací en una pequeña capital de provincias. En los planos del ferrocarril mi ciudad era un mero punto entre otros muchos. Para los que vivíamos allí, sin embargo, los trenes llegaban por alguno de los andenes y luego salían marcha atrás, como si nuestra ciudad fuera el fin de todos los trayectos. Yo lo sentía así desde que era niño: uno se iba de la ciudad o volvía a ella. No me imaginaba otro viaje. Hoy día todo el mundo está de paso. No viajan: se mueven.
No era una estación vieja. Hoy lo sería. Tenía un vestíbulo espacioso a lo ancho, el despacho de billetes a un lado, la cantina al otro. Las paredes y el techo daban al viajero una lección de geografía provinciana: un mapa ilustrado con yuntas y arados, robustos pescadores con sus redes, campesinas fecundas con cántaros copiosos y cestos llenos de fruta. Los años volvieron anacrónica esta imaginería, hoy sustituida por mosaicos electrónicos donde se amalgama la información necesaria con la publicidad importuna.
El olor a carbonilla te alcanzaba antes de traspasar las puertas que daban paso a los andenes. Había cuatro. Sus titánicos topes prevenían al viajero de la fuerza colosal que allí se rendía. En los largos pasillos laterales se sucedían dependencias tan variopintas como útiles: la consigna, fiel al viajero; una comisaría para prevenir el desorden; el despacho del jefe de estación; unos aseos que avergonzaban desde lejos con su olor a orines con zotal; y el gran reloj de esfera blanca, guardián de las horas. Todo bajo una techumbre metálica, hija de la torre Eiffel y hermana de los puentes de hierro, que se abría por delante hacia el horizonte.
He oído que los recuerdos infantiles ajustan las dimensiones a su propia escala. De mi niñez solo alcanzo a distinguir un tren y un único vagón. Me lo represento de una anchura imposible, con dos filas de bancos de listones de madera y un pasillo en el centro. Recuerdo también las cestas de mimbre, las fiambreras con tortilla. La pareja de guardias civiles, tricornio charolado, capote verde y fusil largo de cerrojo, conduciendo a un preso de mirada negra. Usted estará pensando que repito todos los tópicos del cine sobre la época. Le aseguro que los míos son los originales.
Divagaré con una anécdota, si usted me lo permite. La contaba mi madre. El protagonista era su hermano menor y por ello el más querido. Durante la guerra, mi tío fue alistado a filas del ejército republicano. Al cabo de dos años, ya próximo el fin o la derrota, mi tío se presentó en casa sorpresivamente. Un buzo de milicias y un pañuelo rojo al cuello con las siglas FAI-CNT eran su disfraz. Había desertado. En una peripecia de muchos días, había huido del frente desde un lugar tan remoto como Porcuna, en Jaén. Aprovechaba las cuestas para subirse a los trenes. Se tiraba en marcha antes de entrar en las estaciones. Hoy no sería posible un viaje así: todo se mueve a velocidad vertiginosa y quien se baja es arrollado.
La geografía de nuestro mundo era dilatada. A los nueve años nos fotografiábamos sentados a una mesa con un libro abierto, un globo terráqueo a un lado y un mapamundi a la espalda. El mismo mapamundi que había en la escuela, pero cuyos vivos colores no podían representarse en aquella fotografía insípida, como todos nuestros libros. El cine, al que asistíamos dos o tres veces al año, prestaba imágenes a ese mundo de letras austeras.
¿Quién no ha tenido un amigo íntimo cuando ha llegado a la adolescencia? El mio se llamaba Jorge. Los dos destacábamos por alguna facultad. Él quería ser pintor. Yo quizás hubiera sido algo si hubiera seguido mis sueños.
El instituto fue la época en la que leíamos las vidas de los grandes hombres como un espejo de lo que queríamos que fueran las nuestras. Los dos anticipábamos juntos el futuro de cada uno. No nos cabía duda de que tendríamos que salir de nuestra pequeña ciudad. Sentíamos que la capital, Madrid, acaso también París, eran el agua necesaria para el pez que había en nosotros.
Un día mi amigo cogió el tren. Fui con él a la estación. A cuatro manos le dimos el último empujón a su maleta y a sus sueños. Entre nubes de humo blanco y dos silbidos entusiastas, mi amigo empezó su viaje y yo volví a casa pletórico de ilusión, como si también viajara subido en ese tren.
Sus cartas llegaron durante meses a un ritmo regular. Me hablaba de la pensión, de lo difícil que era pasar el día con una sola comida, de cómo preservaba la ropa y el calzado en buen estado para no presentarse delante de sus contactos con aspecto de mendigo. Supe de sus primeros resultados, los que alentaban el futuro y los que lo decepcionaban. Mientras tanto, yo hacía tiempo para seguirle. Mis padres habían conseguido aliviarme el servicio militar -la causa o la excusa de que no pudiera acompañarle-, con un destino oficinesco en el Regimiento local. Al terminarlo, me esperaba un trabajo en el despacho de un amigo de mis padres, primer paso de un futuro que otros habían encauzado para mí. Pero yo seguía pensando en el viaje a Madrid.
Diariamente, en mi trayecto desde casa al cuartel, pasaba junto a la estación. Muchas veces entraba. Me acercaba a la taquilla, escrutaba el cuadrante con los horarios como si fuera a sacar billete ese mismo día. Mi tren salía a las 20:53, tenía prevista su llegada en Atocha a la mañana siguiente. Me paseaba por los andenes, me cruzaba con los mozos de estación, sus blusones oscuros, sus carretillas cargadas de maletas. Me fascinaban los zapadores ferroviarios, aquellos soldados de uniforme fabril, azul mahón, que a modo de emblema de armas lucían una locomotora dorada encima del bolsillo de la sahariana.
Espabilado por las penurias de mi amigo, cada semana detraía una pequeña cantidad de mi sueldo incipiente. Una caja cerrada con candado hacía de hucha. Así, durante meses. Mi amigo me apremiaba para que emplazara el viaje. A sus requerimientos respondía yo con prudentes cautelas. Me envolvía el sosegado alternar de las mañanas y las tardes. Empezaba el día en el despacho del amigo de mi padre, que pronto se convertiría en mi suegro. Después de comer acudía al casino, donde se me había admitido con todos los avales. Las cartas de mi amigo se me volvieron molestas, impertinentes. Demoré las contestaciones, las fui haciendo breves, formales. Dejé de apartar dinero para aquel viaje. Como quien evita encontrarse con un acreedor, rehuía pasar por delante de la estación. Para cuando él dejó de escribirme, mi matrimonio ya se había encarrilado. En algún momento de los preparativos de boda, abrí la hucha y gasté el dinero o lo ingresé en el banco. Mi mujer nunca supo que yo había querido escaparme de mi destino provinciano, ni que tuve sueños. Yo lo olvidé.
-¿Y su amigo?
-Nunca volvió, y si volvió, entiendo que no quisiera visitarme.
-¿Consiguió la fama?
-Su destino, creo, ha sido tan oscuro como el mio -cerró los ojos, evocándolo- Pero él, al menos, ha viajado.
El hombre abrió los ojos y miró a la mujer que, frente a él, leía un libro que acaso era de Borges.
“Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla.”
La mujer bajó el libro. El hombre retiró la vista apresurado, para no encontrarse con ella.