Miguel tiró la pregunta encima de la mesa a la vez que el paquete. Juan cogió un Ducados y, con teatralidad circunspecta, le dio fuego a la vez al cigarrillo y a la historia.
Fuera se había echado la niebla y la noche. Las calles del Pozo del Tío Raimundo estaban tan embarradas como en la mejor de las novelas de Gorki. Los cinco nos apretujábamos alrededor de aquella mesa cuadrada de uno y medio por uno y medio, en aquel banco cuyo respaldo corrido eran las tres paredes de la habitación. El aire estaba cargado de humo y el ventanuco empañado del vaho de nuestra respiración y de nuestros sueños de una Aurora Roja sobre Madrid.
– Algo sabes tú cuando preguntas…
– ¿Dónde estuviste anteayer?
Juan le había dejado el cuatro latas a Miguel y cuando lo recibió de vuelta, se sorprendió de la cifra del cuantakilómetros, suficiente para ir y volver a Alicante, Pamplona o Barcelona. Pero Juan sabía que Miguel no había ido a ninguno de esos sitios.
– En Huesca. Sí, estuve con Jesús Arnal, listillo -Miguel rió socarronamente- Y por lo que me dijo, me podía haber ahorrado el viaje porque las respuestas estaban aquí.
– Ese cura… Nunca entenderé por qué Durruti lo cogió como escribiente. Vale que le salvara la vida, pero de ahí a hacerlo su secretario… ¿Qué te ha contado el cura de Durruti?
– Que no fueron los moros, ni los comunistas, ni sus compañeros. Que se le disparó el naranjero al bajar del coche. Que tú hiciste indagaciones semanas después, y casi te pegan un tiro. Anda, cuenta, cómo fue que te metiste a detective. Qué averiguaste y, sobre todo, por qué no has dicho nada en estos años.
Juan echó una calada:
– Fue su mujer quien me puso en marcha. Pero en realidad fui yo o fuimos todos.
Ninguno de vosotros estuvo en el entierro de Durruti en Barcelona. Caótico, grandioso. El féretro, la comitiva, se atascó entre las calles repletas de gente y no pudo llegar al cementerio antes del anochecer. Tuvieron que volverse y enterrarlo al día siguiente. Todo, por un hombre al que amortajaron con ropa prestada, porque en su maleta solo tenía una muda de ropa interior.
Eso ya lo sabéis, os lo he contado muchas veces. Y también la versión oficial de su muerte: que le habían disparado los moros desde una ventana del Clínico, cuando inspeccionaba el frente. Pero quién cree las versiones oficiales. La radio fascista decía que lo habían matado los comunistas. Los comunistas, que habían sido los propios milicianos de Durruti cuando trataba de contener su desbandada.
La guerra era así: muerte en el frente, insidias en la retaguardia.
La insidia no lo sería si no tuviera algo de verdad. Que los comunistas desviaban hacia sus unidades el armamento que llegaba, que trataban de asfixiar a las columnas anarquistas, eso era verdad. Que en la columna de Durruti no había grados ni disciplina militar, que combatían a su manera, con mucha fe pero bastante desorden, eso también era verdad. Y verdad que a veces la fe se resquebrajaba, como a veces se rompe también la disciplina más rigurosa.
El día que murió, sus milicianos llevaban treinta y seis horas combatiendo, sin comer. De mil setecientos que habían llegado a Madrid unos días antes, faltaban mil y quedaban setecientos. Luchaban piso por piso en la Ciudad Universitaria contra moros y regulares. Durruti se peleaba con Miaja para que diera relevo a sus hombres, y con sus hombres para que aguantaran al enemigo.
Durruti hubiera podido morir así, con los brazos abiertos empujando a sus hombres de vuelta a la pelea. Pero tan inconcebible era que ellos dispararan contra él, como él contra ellos. En su credo, revolución y guerra eran inseparables.
Por eso, cuando a las pocas semanas de su muerte oímos que la radio ponía en su boca aquella frase, “Renunciamos a todo menos a la victoria”, y que la usaban para justificar justamente lo que él no quería, para instaurar los grados y la disciplina militar entre las columnas anarquistas, para aplazar la revolución sin fecha hasta ganar la guerra, todos sentimos ese desaliento de los niños cuando les mienten las personas en las que confían.
Me llegó recado de Emilienne, la mujer de Durruti. Seguía en Barcelona. Su hija tenía siete años y apenas había conocido a su padre, siempre escondido o encarcelado.
– Tú sabes que eso no lo pudo decir Durruti.
– Emilienne, tú lo conocías mejor que yo. Pero la guerra nos está cambiando a todos.
– ¿Sabes quién ha puesto esa frase en labios de Durruti?
– No.
– Un periodista soviético, Ilia Ehrenburg. Después la han repetido los demás. Hasta la Soli.
– Todo el mundo quiere apropiarse de Durruti.
– Mira.
Me enseñaba el chaquetón de Durruti, ése con el que sale en las fotografías. Tenía un agujero con un círculo quemado.
– ¿Pediste explicaciones?
– La Montseny me dijo que había sido un accidente, que se le disparó el naranjero al subir al coche.
– El naranjero no tiene seguro. Hay muchos accidentes por éso. ¿Te han dicho por qué lo callaron?
Omití que Durruti no lo utilizaba. Prefería la pistola. Pero saber eso, ¿para qué le servía a Emilienne?
– Me dijeron que no querían alentar la desconfianza entre nosotros. Ya sabes: traidores, quintacolumna. La creí. ¿Por qué no? Pero ahora, ver como trafican con sus palabras me hace sospechar. Quiero saber la verdad.
La verdad. Dicen que en una guerra es la primera víctima. Y me pedían que la rescatara sana y salva entre tantos muertos. Pero me lo pedían la mujer de Durruti, su hija, la clase obrera, todos los que se desangraban en las trincheras. Así que me puse en marcha.
Unos días después estaba en Madrid. Los Amigos de Durruti me proporcionaron salvoconducto como corresponsal de Tierra y Libertad.
Pospuse dejarme caer por el Florida. De los muchos fantasmas que allí se emborrachaban, sólo Ilia Ehrenburg me interesaba. Pero mi ajuste de cuentas personal con él podía aplazarlo.
Primero estuve con el cura. Él me dio los hilos de los que tirar. Le até diciéndole que mi presencia allí era secreto de confesión. Ya veo que no lo ha respetado, pero qué importa.
Localicé al doctor Santamaría. Un periodista con pistola y pañuelo de la FAI es persuasivo. ¿Obtuve la verdad? Algo muy parecido. Cuando le trajeron al herido, barruntó quién era y supo que los que lo traían mentían: la bala había sido disparada a menos de quince centímetros, no desde seiscientos metros. Eso se lo saqué fácil, me bastó con mencionar el chaquetón.
Si hubiera sido un miliciano cualquiera, si no lo hubieran traído envuelto en una explicación inverosímil, el doctor Santamaría hubiera operado en seguida. Pero su fallecimiento hubiera sido igual de probable, así que el doctor se cubrió, no quiso arriesgarse a ser el chivo expiatorio que encubriera un ajuste de cuentas. Consultó con sus colegas, tan intimidados como él por la escolta de Durruti, y acabaron llamando al doctor Bastos, que operaba en otro hospital. Los unos por los otros, nadie hizo nada por Durruti, salvo atiborrarle de morfina hasta que murió.¡Qué casualidad, el mismo día y más o menos a la misma hora que el pistolero señorito en Alicante!
Me despedí asegurándole que Durruti estaba muerto y yo no pensaba publicar nada, pero que esperaba de él que, si alguna vez llegaba el momento, fuera leal a lo que sus ojos habían visto.
Para ver a Bonilla, uno de los escoltas que viajaba en el segundo coche, tuve que mostrarme entre los ambientes de la columna Durruti, que ahora no era tal, sino la División 26 del Ejército de la República. Ya no había milicianos, sino soldados.
Bonilla me confirmó que en el Packard no iban más que el chófer y, detrás, Durruti y su asistente, José Manzana. En el camino atajaron a unos milicianos que se volvían. Durruti bajó, habló con ellos, los encaminó de vuelta. No oyeron disparos. Al reanudar la marcha, el coche de los escoltas debía arrancar primero, porque guiaba. Pero el Packard de Durruti salió disparado, sin esperarles. Camino del hospital.
Durruti llevaba pistola sobaquera, Manzana un subfusil.
Ya sabía quién había disparado. Me faltaba el motivo.
Tenía que apresurarme. Bonilla no se iría de la lengua de motu propio, pero yo llevaba tres días dejándome ver. Y de Jesús Arnal, quién sabe.
Manzana era sargento de artillería. Se había pasado a las milicias durante el asalto a las Atarazanas, en medio del tiroteo. Durruti lo llevaba como consejero técnico. Confiaba en él. Pero cuatro meses es poco tiempo para conocer a un hombre.
Localicé al chófer. Lo tenía contra una pared, cuando me pusieron por detrás la bocacha de un naranjero. Era Manzana. Con las estrellas de coronel.
No estaría yo aquí contando esto si Manzana me hubiera disparado. Pero faltó poco. Antes de que lo hiciera, se oyeron voces de unos milicianos que pasaban. Creí reconocer una de ellas. Llamé en voz alta. A Manzana no le quedó más remedio que llevarme ante Ricardo, el jefe de la División. Después de unos días de encierro para intimidarme, me soltó y me dijo: “Cuando acabe la guerra, se sabrá la verdad”. Ni siquiera dijo “cuando ganemos la guerra”.
Sí, compañeros. En noviembre del 36 la revolución ya estaba derrotada. Y la guerra, perdida. Los dos años y medio que siguieron, luchamos como fieras acorraladas entre un enemigo cada vez más poderoso y la total falta de esperanza.
Volví a Barcelona. Me cité con Emilienne discretamente. No quise ser piadoso. Sólo dejé la duda de que a Manzana se le disparara el naranjero por accidente. Yo no la tengo.
Cuando terminé de contarle, me dijo que se volvía a Francia. Se produjo un largo silencio entre nosotros. Como si quisiera justificarse, ella continuó:
– ¿Sabes?, yo le llamaba por teléfono siempre que podía. El se ponía al aparato, hosco: “¿Qué pasa?”. Le quitaba tiempo, le ocupaba la mente, le ocupaba la línea telefónica que hacía falta para la columna, y hablar por teléfono con la mujer era un privilegio que no tenían los demás milicianos. Yo, después de colgar, lloraba.
Uno que estaba con él durante una de esas llamadas, me contó que al terminar le dijo: “Mierda, José, mierda. La guerra nos convierte en chacales”.
Sí, renuncio. Renuncio a haberle llamado y a haberle importunado. Sabía desde que lo conocí que él moriría así. Ya está, él ha muerto. Ahora tengo que cuidar de mi hija.
Y además, la verdad es otra: a Durruti lo mató Durruti. Durruti murió porque no renunciaba a nada.