El mendigo salió al patio con una canasta de comida y una jarra de vino entre las manos. Era el rescate que había cobrado a los comensales para librarles de su presencia en el banquete. Eso, más alguna palabra gruesa y algún golpe en las costillas.
Al olor de la carne, un perro salió de la noche y se acercó precavido al hombre. Estaba acostumbrado a las patadas. El mendigo apreció de un vistazo al nuevo convidado: el tamaño de sus mandíbulas; la torpeza de sus patas que le daban ya la dignidad del derrotado inapelable; las orejas desgarradas, los cuartos traseros llenos de mataduras, como quien ha disputado hasta el final por todas las hembras y por todos los bocados; las ronchas vergonzosas de la vejez en los codillos y en el costillar. Finalmente, la calva en torno de su cuello daba noticia de los muchos años de servicio a un amo y de su abandono actual.
– ¡Vaya! -dijo el hombre- Siempre hay alguien más necesitado que uno. Tú, seguramente, has sido un perro intrépido y veloz en la carrera. Habrás acosado al jabalí en la profundidad del bosque y habrás perseguido cabras montaraces y alígeros ciervos por las laderas del monte. Ahora que te abruman los años, tus dueños te han abandonado. Toma, acércate.
El mendigo le tiró un currusco de pan y un hueso grande con algunos jirones de carne. Los dos se aplicaron a comer: el hombre, con la espalda contra el muro, las rodillas recogidas y la canastilla en el regazo; el perro, de pie, cuadrado sobre sus patas y humillada la cabeza, pero con los ojos vigilantes. Tentado estuvo el mendigo de arrebatarle el último mendrugo, solo para demostrarle quién era el amo. Desistió: eso era un juego para adiestrar cachorros, y ahora sólo sería un último y estéril desafío que quizás perdiera. Realmente, aquel perro tenía unas mandíbulas muy grandes y era demasiado viejo: se merecía un respeto por las dos cosas.
Cuando acabaron de comer, el perro se echó junto al vagabundo. El hombre le pasó el brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres. Con los ojos cerrados se aplicó a escuchar el canto del aedo. Sólo llegaban palabras sueltas, suficientes para completar versos que sabía de memoria y seguir el relato sobradamente conocido.
– ¿Sabes?, yo también he sido poderoso como tú. He alzado mi grito de guerra por encima del estrépito del bronce y del clamor de los que lo buscan. He asolado ciudades bien amuralladas, he pasado a cuchillo a sus habitantes con la piedad justa que demandan los dioses. He esquilmado los campos de mis enemigos, y me he llevado sus mujeres y sus hijos, botín de llantos. Yo y mis compañeros hemos batido el canoso mar con nuestros remos. He visitado la tierra de los Cíclopes, los soberbios sin ley, que ni labran la tierra ni tienen ágora para el consejo. Yo cegué al más bárbaro de todos ellos, Polifemo, que come carne humana y bebe leche no mezclada. Perdí a mis compañeros, unos en los naufragios del mar, otros en la tormenta de las espadas. Subí al lecho de Circe, la hechicera de lindas trenzas, y después conocí durante siete años el amor insaciable de la ninfa Calypso, que me retuvo en su isla sin dejarme partir hasta que los dioses se lo ordenaron.
El mendigo apuró el último trago de la jarra.
– Ahora, cuando por fin he regresado a mi patria, debo esconderme de aquellos que maquinarían mi muerte si supieran que he vuelto. Atenea, la diosa, me protege. Ella me ha cubierto con estos harapos que me hacen detestable a la vista. Así paso inadvertido entre los que mal me quieren. Ella ha arrugado mi piel, ha encorvado mis hombros, ha hecho desaparecer de mi cabeza los rubios cabellos, ha llenado mis ojos de legañas. Ahora repugno a todos los que banquetean ahí dentro, y ninguno me conoce.
Pero el tiempo de mi regreso está por cumplirse. Dentro de un rato, ahí dentro abrirán el surco para las hachas y las alinearán a cordel para el certamen. La diosa me avisará para que entre y vea cómo ninguno de esos jóvenes insolentes tiene fuerzas para ajustar el curvado arco. Me injuriarán como antes, querrán impedir que yo lo coja entre mis manos. Tensaré la cuerda que nadie ha sido capaz. Se me caerán los harapos, se estirará mi piel, se engrosarán mis brazos y mis muslos. Se hará el silencio y mi flecha pasará por el ojo de las segures. Luego, diré mi nombre y comenzaré la matanza.
El sol había apagado las estrellas y pintaba el cielo del color de la carne. La puerta se abrió y salió una criada con un zurrón en la mano. Con el pie, acarició las costillas a los dos, al perro y al hombre, para que despertaran.
– ¿Por qué me miras así, viejo? Ni que se te apareciera la diosa. Me reiría, si no fuera porque esta mañana tengo tanto trabajo recogiendo los restos de la fiesta que nada me hace gracia. Venga, marchaos tú y tu perro, antes de que el príncipe amanezca y se enfade por veros en su puerta. Y agradécele al ama las sobras del banquete.
El viejo tasó su botín de mendigo con un par de apretones a la bolsa. El perro venteaba los huesos, los restos de carne y morcillas. Renqueando, salieron a la calle. El viejo miró hacia arriba, hacia la torre que vigilaba el puerto. El camino era corto, empinado. Lo subieron uno al lado del otro, con la misma constancia con la que el sol se levantaba ya en el horizonte. Y allá en lo alto, recostados contra los muros de la atalaya al tibio sol de la mañana, soñaron con los ojos abiertos los barcos que pasaban.