El coronel había servido en la India y en Egipto. Había luchado en el Sudán contra el Majdi y en el Transvaal contra los bóers. Ahora vivía retirado en el campo, cuidando de sus perros y de sus caballos como un trasunto de Jenofonte descansando en su finca de Escilunte después de su larga retirada. Le gustaba la literatura clásica de los que forjaron imperios, y también, de los tiempos modernos, le gustaba Kipling.
Si puedes mantener en su lugar tu cabeza cuando todos a tu alrededor,
han perdido la suya y te culpan de ello…
Cuando su hijo partió a la guerra, no fue tan estúpidamente sensiblero como para recitárselos en la despedida. Se había prometido también que no correría para abrir sus cartas cuando llegaran, ni sería de esos viejos que en cualquier momento sacan en la conversación el nombre de su hijo ausente. Y mientras tanto, mientras esperaba cartas y noticias, iba pasando de un “If” a otro.
Si crees en ti mismo cuando todo el mundo duda de ti,
pero también dejas lugar a sus dudas.
Si puedes conocer al triunfo y la derrota,
y tratar de la misma manera a esos dos impostores.
Y cuando llegaba a aquello de
Todo lo de esta tierra será tuyo,
y lo que es más: serás Hombre, hijo mío.
el viejo se emocionaba, aunque sin caer en ninguna inconveniente incontinencia que pudiera advertir su mujer o la servidumbre.
Eso fue antes. Ahora el viejo llegaba a St. Pancras, la estación de ferrocarril donde había tenido la despedida muchos meses atrás, con un triste recado: poner orden en las cosas de su hijo, caído en el frente. Se había trazado ya la ruta de oficinas, abogados y amigos que visitar, y esperaba que cuando ellos le dieran sus condolencias, él sería capaz de responder con la misma impasibilidad que Jenofonte cuando recibió la noticia de la muerte de Grilo: yo ya sabía que mi hijo era mortal.
El viejo se apeó del tren y echó a caminar entre la multitud, ya convertido en el coronel que era, con la espalda derecha, mirando por encima de las cabezas de la gente. Y la gente se apartaba a su paso porque, aunque no lo conocieran, veían en él a un hombre de los que habían forjado el imperio.
…
Gerald caminaba sin rumbo cerca de St. Pancras. Gerald era un joven con ambiciones literarias. Había nacido en Malta, y vivido en Sudáfrica, Inglaterra, Irlanda y la India. Se había educado en un estricto internado inglés, donde aprendió a protegerse del mundo en su castillo interior. Cuando estalló la guerra, se había alistado en seguida, no porque le impulsara la ola de patriotismo, como a tantos jóvenes, sino porque era difícil resistirse a ella y realmente no había encontrado motivos para hacerlo.
En realidad, él, desde la adolescencia, habitaba en moradas inaccesibles para los demás. Su pasión era vagar, recorrer el mundo, y unos años antes, cuando las naciones aún estaban en paz y él no había cumplido los dieciocho, se había marchado de casa para recorrer a pie los campos de Europa hasta el lejano Danubio, el río de la historia. La guerra no le entusiasmaba ni le asustaba: solo le producía curiosidad.
Quizás para complacer ese instinto errante, su primer destino militar había sido como enlace en bicicleta entre el mando y las trincheras. Allí lo vio todo, y vio lo mismo que todos.
No esperaba que la guerra fuera así. Horacio, Virgilio y Homero no habían descrito paisajes donde los árboles, desgarrados por la metralla, no tenían ni hojas ni ramas en lo más frondoso del verano; donde los animales domésticos eran esqueletos todavía atados al ronzal y a la cadena; donde la niebla a veces tenía el color de la ictericia, el sabor del ajo y la cebolla y el tacto de las ortigas; donde los campos son arados una y otra vez por la reja de los obuses para su cosecha de muerte; donde el auténtico ejército invasor son las ratas comedoras de cadáveres. Un paisaje sombrío y fabuloso que helaba la sangre si uno se abstraía en contemplarlo.
Y lo que es peor, y contradecía todo cuanto había leído: la gente moría o sobrevivía sin que su destino tuviera que ver con la cualidad moral de sus actos.
La bomba que lo hirió pudo haber explotado más cerca o más lejos, o un poco antes o después; los enfermeros galeses pasaban por allí, pero podrían haberlo hecho más tarde o nunca; el furgón con cuatro pisos de camillas tenía un hueco libre en lo más alto, allí donde no llegaba la sangre que escurría de arriba a abajo; el médico todavía no había llegado al limite de su cansancio; tampoco se habían acabado las gasas o los desinfectantes; la gangrena estaba demasiado ocupada en las camas de al lado. Todo era cuestión de suerte, nada dependía del mérito o de tu voluntad.
Ahora estaba en Londres, con el permiso imprescindible para que sus piernas aprendieran de nuevo a caminar. Había escrito a su familia, en Irlanda, pero no deseaba verlos. En realidad, no deseaba ver nada de lo que se supone que quiere ver un soldado de permiso. Desde que había vuelto a Inglaterra, veía con asombro aquel patriotismo retórico que invadía los periódicos y las calles, y meditaba acerca de su propio carácter, que lo hacía un extraño para el mundo.
Al salir del andén en St. Pancras, vio un grupo de chicas y se encaminó hacia ellas. Tenía veinte años y, técnicamente, podía decirse que había conocido mujer. Pocos días atrás, la cerillera de un café había accedido a subir a su cuarto. Un encuentro breve, que le había dejado más desazón que otra cosa. Como todo lo que le ocurría desde que había vuelto del frente, no sabía qué fallaba, si él, la chica, el mundo o la guerra. Pero se había prometido que de ahora en adelante no dejaría que ninguna mujer se compadeciera de su accidental condición de soldado.
Ellas lo vieron acercarse y se miraron con picardía, como si aquél fuera el muchacho que esperaba cada una.
– Buenos días, gentiles damas -saludó intentando ser a la vez educado y chistoso.
– Buenos días -dijo la morena.
– Hola -dijo la rubia.
– ¿Cómo es que un mozo como tú no viste de caqui? -dijo la del pelo castaño.
Solo entonces vio lo que la rubia tenía en su mano. Otra casualidad que le salía al paso. Había oído hablar de la Orden de la Pluma Blanca, pero no esperaba toparse con ella.
– Toma -la rubia le ofrecía la pluma con una sonrisa-, y piensa que si nosotras estamos solas ahora, es porque nuestros novios están luchando por nosotras y por nuestro país.
Gerald cogió la pluma. La sostuvo con énfasis delante de él, igual que había visto hacer a Hamlet con el cráneo de Yorick en una representación del colegio. Y empezó a reír, recordando su propósito de evitar la compasión femenina.
– ¿Y por esta pluma queréis que un hombre vaya de buen grado al matadero?
– ¿Acaso eres un cobarde? -se encendió la morena.
– No más que cualquier otro hombre. Y tú, ¿quién eres para decirle a nadie que debe morir? ¿Qué me prometes a cambio de ir a la guerra? ¿Te acostarás conmigo? ¿Me cubrirás de besos para que luego no sienta el frío, la humedad, el barro, la sangre, el fuego, el hambre, los piojos, el miedo? Si vuestro amor o aun siquiera vuestra sonrisa debe pagarse a tan alto precio, no por ello deja de ser algo con precio que se puede comprar, y no sois más dignas que la más laboriosa de las meretrices.
…
El coronel caminaba entre la multitud cuando vio a tres chicas que ofrecían la pluma blanca a un joven vestido de civil, de la edad de su hijo, sano, fuerte. Se acercó a ellas lo suficiente para ver, para oír. El tipo se reía con descaro, pavoneándose de la pluma blanca que le habían dado, burlándose. De ellas. Del país. De los soldados. De su hijo.
El coronel levantó su bastón, perdió la cabeza.
…
Años después, Gerald abandonó su país por otro en el que no tenía que representar la ficción de que pertenecía al lugar en el que vivía. Era un extranjero en España, pero aquel “Don Gerardo”, como le llamaban en Yegen, le parecía lo más entrañable que había escuchado nunca. Muy a menudo entretenía sus siestas y sus noches con alguna joven del pueblo, y probaba con ella los efectos vigorizantes de la cantárida, tan extrañamente parecida al gas mostaza, si aumentabas la dosis imprudentemente. Era, en todos los sentidos, un hombre experto en el amor, que disfrutaba y hacia gozar a su compañera. Pero cuando se dormía y se daba la vuelta, Gerald se sentía solo.
De la guerra, Gerald procuraba no recordar muchas cosas. En eso, era igual que todos los supervivientes. En cambio se acordaba mucho de aquel estrambótico suceso, cuando le entregaron la pluma blanca de la cobardía en la estación de St. Pancras. Extrañamente, no podía evocar el dolor de los bastonazos, como no conseguía nunca revivir las sensaciones lacerantes de la metralla en la pierna y la espalda. Pero recordaba bien la confusión que siguió, la presencia de la policía, y cómo, al atestiguar su condición de combatiente y convaleciente de heridas de guerra, pasó súbitamente de acusado a víctima. Recordaba las lágrimas del coronel mientras le pedía disculpas, avergonzado por lo que había hecho. Se dejó abrazar, dejó que aquel viejo llorara en su hombro por el hijo que acababa de perder.
Y al recordarlo, se le venía a la mente siempre el final de la Ilíada, aquel momento en el que Aquiles y Príamo lloran juntos, uno por el hijo que había perdido y otro por el padre ausente al que no volvería a ver. Sólo que él no quiso sentirse hijo de aquel hombre. En su castillo interior no moraba ningún padre. Se había dejado envolver en las lágrimas de aquel hombre extraño a él con la misma indiferencia y distancia con la que los supervivientes de la guerra recibieron después las medallas, los homenajes y las conmemoraciones sucesivas de cada año. Nada de lo que había ocurrido en las trincheras podía ser compartido por quienes no habían estado en ellas.
Y el coronel, años después, recordando a su hijo y aquel vergonzoso incidente en la estación de St. Pancras. pensaba que Diógenes Laercio no había dicho toda la verdad, puesto que había omitido contar cómo había recibido Jenofonte de vuelta a su otro hijo, al que sobrevivió a la batalla, Diodoro. ¿Se alegró de verlo vivo o le recriminó haber sobrevivido a su hermano? Y pensaba, recitando su poesía favorita, que se puede asistir impasible a la victoria y a la derrota, pero que la muerte de un hijo es otra cosa.