No, no me molesta que fumes.
Tienes motivos para estar con las uñas afiladas. Todos estos años te has sentido traicionada. Nunca te creíste la mentira que te contó tu padre, y ahora te preguntas por qué la madre que te abandonó quiere darte explicaciones.
Yo también he llorado estos años. Pero comprendo que cualquier cosa que te diga sobre mis sentimientos te parecerá una impostura, mientras no entiendas por qué lo hice.
Tenías diez años. Déjame que te cuente lo que me ocurrió, lo que le ocurrió a tu madre cuando tenía esa misma edad.
Yo acababa de hacer la Primera Comunión. No, tú no la hiciste. Yo no quise. Sí, la ilusión de todas las niñas. Pero no deja de ser un rito tan cruel como la ablación del clítoris. Te hacen creer que un ojo omnipresente y omnisciente te vigila en todo momento, juzgando sin piedad cada uno de tus actos. Mejor que no pasaras por eso.
¿Sabes lo que es el pecado? ¿Pecado mortal, venial? Has oído hablar, sí. Pero no sabes lo que es sentir el pecado y la culpa. Yo sí. Yo comulgué en pecado mortal. Me había confesado el día anterior, como todos los niños. Aquella tarde, en el pueblo, robé unas peras. Y al día siguiente comulgaba.
Una niñería, sí. Pero no te imaginas qué angustia puede sentir una niña en el momento de tragar la hostia consagrada, si se siente en pecado mortal, bajo esa mirada escrutadora que está en todas partes y en ninguna, porque en realidad la tienes dentro de ti.
Días después enfermé. Una meningitis de tipo desconocido. Desperté en el hospital. Antes de perder la conciencia, yo sabía que aquella fiebre, el dolor de cabeza, la nuca dolorida, los ojos que no podía abrir a la luz, todo aquello era el castigo por haber comulgado en pecado.
Estuve ingresada varias semanas. Cuando volví a casa y a la escuela, ya no era la misma. Había adelgazado. Me había vuelto una niña taciturna, extraña. Sentía alegría, tristeza, miedo, rabia o felicidad, a golpes y a veces simultáneamente, sin que pudiera explicarme cómo y por qué.
Pude enloquecer. Me faltó poco. Hasta que me di cuenta: percibía lo que estaba a mi alrededor. A todos los seres vivos capaces de sentir, desde el ratón más pequeño hasta el ser humano.
En clase, mi estado anímico era un compendio incoherente del de mis compañeros, ¿Por qué temblaba yo, si quien salía a la pizarra era otra? ¿Por qué me regocijaba, si detestaba a ese profesor sádico? En la calle, la gente que educadamente se aparta a tu paso, a mí me golpeaba con sus emociones. Un gato agazapado en la copa de un árbol, era un faro emitiendo señales de alerta y de miedo. Y en una visita al zoológico, yo hubiera querido pedir a los empleados que limpiaran el tedio, la angustia y la locura de las jaulas.
Me rescató aprender poco a poco a diferenciar las emociones ajenas de las propias, trazar con nitidez la barrera entre mi interior y el mundo exterior, que se había desdibujado.
No es una percepción direccional, como la vista o el oido. Es… como olores. Cuanto más cerca, más intensos. Puedes captar la onda emocional de otra persona a través de una pared, de una mampara.
Cuando estás rodeada de gente, no sabes a quién corresponde lo que percibes. Tienes que interpretar: qué está ocurriendo, a quién le importa, por qué. Conjeturas. A veces, el emisor es alguien inmerso en sus recuerdos, en una ensoñación impenetrable. Entonces buscas a tu alrededor a alguien con la mirada perdida, con la cabeza gacha…
Aquella capacidad me dio poder sobre los que me rodeaban. Yo sabía de cada uno mucho más de lo que ellos se imaginaban. Con mis poderes de bruja defendía al débil, sí. Pero a veces, ni con el más indefenso era lo bastante comprensiva si lo descubría en alguna mezquindad.
Los poderes solo deberían ser otorgados a los puros de corazón. Y no hay nadie así, créeme. Ni la madre que tú adorabas de niña.
Es fácil suponer que fue ese «don», ese poder, el que me llevó a estudiar Medicina y Psiquiatría. Así he depurado mi capacidad de identificar e interpretar los distintos “olores” que percibo. Las mezclas son difíciles: alegría con pesadumbre, rabia con miedo… Más difíciles aún, si hay más de una persona. Lo peor es la nada, ese estado de apatía inmotivada, sin culpa, ni tristeza, ni ira, ni dolor. Una persona así es invisible para mí. No es un ser vivo. Vivir es desear, padecer, odiar, temer, amar, sufrir. Con razón o sin ella, equivocada o acertada. La vida es la única razón.
Un día pasé junto a una joyería y me golpeó una avalancha de ansiedad y compulsión a la acción. Miré a mi alrededor: había varios hombres al acecho. Imprudentemente, saqué el móvil allí mismo y marqué el 091. La operadora despachó con oficio mi inverosímil aviso: “gracias, mandamos un patrulla”. No hizo falta: los delincuentes, alarmados por mi gesto, dieron media vuelta, para desespero de la policía, que había montado una jaula para pillarlos in fraganti.
A los días, me llamaron de Jefatura. Habían revisado las grabaciones del operativo fallido. Allí figuraba yo pasando por la acera, deteniendo mi paso al sentirme golpeada por las presencias, escrutando los alrededores, abriendo el bolso y llamando por teléfono. Así conocí a tu padre. Cuando me interrogó, quise ocultarle la causa de mi clarividencia. En la Facultad, yo había sido examinada ya en dos ocasiones por un equipo rimbombantemente multidisciplinar, con resultados tan decepcionantes que prefería olvidar. Pero tu padre ya tenía los antecedentes. Y no estaba interesado en las teorías científicas sino en los resultados.
Empecé, a modo de prueba y como un juego, patrullando el Metro con un secreta más dos uniformados como cebo. Mi indicativo era Papa-Sierra: PS. Yo era el factor Psí de la patrulla. Me excitaba participar en una acción que yo desencadenaba marcando al sospechoso. Carteristas, gente que estaba en busca y captura. A veces, caíamos sobre pobres diablos, aterrorizados por demonios interiores.
Seguí depurando mis habilidades.
Es duro estar entre multitudes. ¡Hay tanto dolor, tanta miseria!
Un día me llamaron del CNI. Ahora viajo con frecuencia al País Vasco, a Francia. Soy un sabueso. Mi rastro es el del miedo, la ansiedad, la soledad, el acoso. Una vez encontré a un secuestrado abandonado por sus secuestradores bajo el suelo de hormigón de una nave industrial. Pero en general persigo a los que viven bajo una paranoia de clandestinidad, de ocultación, de medidas de seguridad. A veces asisto a los interrogatorios de los detenidos y les arranco información que ni ellos saben que dan. Yo no dejo marcas ni moratones, ni causo ningún dolor.
Me casé con tu padre. Mi segundo matrimonio. Fracasó por la misma razón que el primero: mis poderes. Mis poderes y el amor se llevan mal.
Me resulta fácil flirtear. La otra persona es para mí como un libro abierto. Es como jugar al póker viendo las cartas del contrario. Y una noche de amor es extraordinaria cuando puedes fundirte de una manera tan total con la otra persona. Es como amar dos veces, una desde tu lugar y otra desde el lugar de tu pareja. ¿No le llaman al amor la bestia de dos espaldas? Yo era esa bestia, con dos espaldas, dos cabezas, dos bocas, no voy a decirte qué más.
Pero la vida en pareja es otra cosa. Cuando el otro se da cuenta que no tiene intimidad frente a ti, que tú estás viendo todos sus miedos, deseos, aburrimientos, por no hablar de las infidelidades de pensamiento…
Tu padre no lo soportó. Lo entendí. ¿Qué otra cosa puedo hacer? En el CNI vivo semiaislada. Algunas veces me utilizan para asuntos internos. Basta que yo asista a una reunión, para que se dispare la desconfianza. Y las amistades… La gente prefiere tratar conmigo por teléfono o correo electrónico, con distancia por medio. Pocos aceptan tomar un café conmigo de vez en cuando, o acompañarme a algún sitio. Esas personas me otorgan una confianza extraordinaria al dejar que me acerque, y yo les correspondo con la discreción más exquisita. Soy consciente de que saben que se han desnudado por un momento delante de mí. Como en un reconocimiento médico.
Pero son personas que no te importan. La persona que tú amas, la que vive contigo, ¿qué puede esperar de ti, sino que acapares de ella todo el conocimiento que puedas? El amor es un juego de equilibrios, ¿y hay algo más desasosegante que uno de ellos esté desnudo delante del otro, sin ningún espacio de reserva, de ocultación? Tu padre y yo nos separamos.
Tú, mientras tanto, habías crecido. Para un bebé es un don del cielo tener una madre extrasensitiva. Pero empezabas a ser una personita. Llegó el momento de la Primera Comunión. Discutí con tu padre para que no la hicieras. Y entonces caí en cuenta: te evitaba el trauma de un fantasma juzgador, pero ¿qué iba a ser yo en tu vida a partir de entonces, hasta que te independizaras de mí, sino una sombra perpetua controladora? ¿Qué hubiera ocurrido cuando empezaran a gustarte los chicos y te dieras cuenta de que eras transparente para mí? No hubieras podido mentirme, no hubieras podido decirme que te habías quedado a dormir en casa de una amiga para ocultarme tu primera aventura.
No, mi poder te hubiera condenado a una infancia perpetua. Hubieras acabado por escapar de mí, odiándome, después de años de sufrimiento.
Por eso me fui de tu lado. De tu lado y de todas las personas a las que he llegado a querer, pues aunque yo oculte lo que soy con más o menos habilidad, no puedo evitar que mi poder arruine la relación.
Sólo siento no haber sido entonces capaz de inventar una mentira que engañara de verdad al corazón de una hija abandonada por su madre.