Patxi llevaba tanto tiempo en la empresa como Jose Antonio Olloquiegui, el dueño y fundador. Los dos se habían casado el mismo día para que el viaje de novios coincidiera con las únicas dos semana que cerraba la empresa, en verano. La ceremonia había sido a la misma hora y en la misma iglesia, y habían celebrado juntos el banquete de bodas. Todo para que el uno pudiera asistir a la boda del otro. Jose Antonio se hizo cargo de los gastos de ambos, sin importarle que la factura del restaurante fuera mucho mayor que los quince días de sueldo que le escatimaba a Patxi por el permiso de boda. Porque Jose Antonio tenía tan a gala ser generoso como persona, como no despilfarrar como empresario.
Los dos fueron padres casi simultáneamente. Pero cuando Patxi enviudó, Jose Antonio siguió casado. Jose Antonio estuvo en el tanatorio, en el traslado y en el funeral de la mujer de su empleado. Y al darle el pésame, le apretó el brazo y le dijo: “Mañana no vengas a trabajar”.
La fábrica.
La empresa entonces no era tal, sino un taller cuyas primeras máquinas -una fresa y un torno- se habían traído de Francia por caminos que sólo conocían los mugalaris amigos de Jose Antonio. Todo eso -la fundación de la empresa, las bodas, los hijos y la viudez de Patxi- fue hace muchos años, tantos como treinta o cuarenta. Y no hace tanto ni mucho que Jose Antonio tuvo el atisbo de su vida: rentabilizar sus propios moldes estampando él mismo las piezas. Compró una nave, la amplió, compró la de al lado y la de enfrente. Y la plantilla, nosotros, creció en consonancia. Habían empezado Patxi, Jose Antonio y otros cinco. Ahora somos más de doscientos.
La empresa tiene una página web en internet. En inglés. En ella aparecen fotos de las naves. De las prensas. De alguno de nosotros, de espaldas o de lejos, también. Pero no se cuenta nada de esto, de cómo nació la Empresa ni de las vidas de Patxi y Jose Antonio. ¿Cómo lo sabemos nosotros? No por Patxi. Patxi hace mucho tiempo que apenas habla de sí mismo, de Jose Antonio y de la empresa. Desde que murió su hijo. Jose Antonio tampoco habla con nosotros, los operarios. Desde la huelga. Ni con sus ingenieros, desde la huelga también. Pero se sabe. Nosotros sabemos cómo empezó todo. Hablamos. Los más viejos les cuentan a los más jóvenes. En los quince minutos del bocadillo. Y los viernes siempre hay algunos del turno de la mañana que toman unas cañas después de trabajar, o comen juntos. Todo se sabe.
La prensa 33.
El último año, por ejemplo. No se ha hablado más que de la prensa 33. Su última adquisición. Una prensa rusa.
La máquina llegó en transporte especial desde el puerto de Bilbao, pero antes Jose Antonio tuvo que viajar a San Petersburgo para reñir, discutir y negociar con las mafias rusas el peaje que le exigían para embarcarla. Los ingenieros le decían: esa prensa solo ha estampado piecerío pequeño de kalashnikov, no es adecuada para las piezas grandes de automoción que hacemos nosotros. Jose Antonio les respondía con el enfado de un visionario al que estorban su misión. Tanto, que los ingenieros optaron por callarse y hacer lo que les ordenaba, por más disparatado que les pareciera. Tuvieron que interpretar los esquemas y los planos, traducir las instrucciones y volver a rotular encima de los caracteres cirílicos. Sí, todo estaba en ruso, en cirílico. Jose Antonio hizo excavar el foso en medio de la nave y montarla durante un plazo interminable y siempre postergado que llegó casi al año. Él mismo se echó más de una vez al agujero, al vientre de la máquina, como quien asalta una trinchera desesperado, para desazón de los electricistas y mecánicos que trabajaban allí abajo. Y los ingenieros, en cuanto él se daba la vuelta, movían la cabeza pronosticando la ruina de la Empresa.
Cuando la prensa arrancó y Jose Antonio se convenció de que nada de lo que fabricábamos para Volvo, Renault, Volkswagen y Valeo cabía en aquella prensa, envió al Director Comercial de ronda por los clientes en busca de piezas del tamaño adecuado. Al final, lograron algún contrato y la máquina llevó una vida aceptable. Esta es la historia de la prensa 33.
La prensa 17.
El hijo de Patxi fue uno de aquéllos que había conocido el viejo taller y las nuevas naves. Por poco tiempo. El hijo de Patxi era un ajustador con buen ojo, que sabía interpretar los defectos del troquel en su huella estampada. Un día, mientras aprovechaba un parón de mantenimiento para retocar la matriz sin sacarla de la prensa, el troquel bajó y le aplastó la cabeza.
Fue una imprudencia del chico, que por no perder tiempo rodeando la prensa, alargó la mano y metió el cuerpo por debajo para coger la maza que estaba al otro lado, dijo el juez después de tomar declaración al electricista que reparaba la prensa, al encargado y al operario que trabajaba en ella. Al funeral asistió toda la plantilla y Patxi volvió al trabajo después de los cuatro días reglamentarios que establecía el convenio. Desde entonces, ningún troquelista ha vuelto a dejar la maza al otro lado de la prensa. Desde entonces hasta hoy, todos los días, en su turno de mañana o tarde o noche, Patxi ha estado pasando por delante de la prensa 17, una prensa gris y caqui que el amo mandó repintar de azul, como todo el taller después del accidente, y arrinconar más tarde en una esquina, donde sólo se utiliza para recuperaciones de series cortas de piecerío pequeño. Ésta es la historia de la prensa 17.
No hizo falta nunca preguntarle a Patxi que haría cuando saliera de turno: después de la muerte de su hijo, en su vida había entrado una nieta que al poco era doblemente huérfana y quedaba para siempre a su cargo. Llegamos a conocerla bien un verano cuando, ya crecida, vino a ayudar al almacén limpiando de aceite piezas devueltas para volver a soldarlas. Y después, cuando comenzó el curso y dejó de trabajar, la volvíamos a ver de vez en cuando esperando a su abuelo a la salida del turno con el único coche que tenían para los dos, un Ford Fiesta con casi tantos años como la mocita. Todos la saludábamos al salir. Los jóvenes, porque era muy guapa, y los demás y todos, porque sabíamos la historia de su padre en la prensa 17.
Él y nosotros.
Cada año, antes de Nochebuena, Jose Antonio invitaba a toda la plantilla a comer, y aquella fiesta duraba hasta la madrugada y más allá. Al principio, cuando la empresa era pequeña, apenas reservaba más que una mesa. Pero en las últimas que se recuerdan, el restaurante cerraba sus puertas para la comida de Estampaciones Olloquiegui.
Aquel espíritu navideño y de familia huyó de la empresa con la primera huelga. Tampoco fue una gran huelga, pero fue la primera. Sólo paró el turno de la mañana, y cuando el Director de Fábrica vio que el turno de la tarde seguía el mismo camino, llamó a Jose Antonio, que estaba en Italia negociando piezas, para que autorizara la rendición. Jose Antonio nunca perdonó. Y a quien menos, a los que con él habían empezado a trabajar en el pequeño taller treinta años antes.
Ninguno de nosotros sabría decir si Patxi había participado o no en aquella huelga. Si lo hizo nadie se fijó en él, porque Patxi es como un contenedor azul lleno de piezas, invisible en una nave donde se apilan a centenares a cada lado de los pasillos y en los espacios entre las prensas y los robots de soldadura. Es seguro que Patxi no levantó la voz en la asamblea, ni siquiera para comentar con los de al lado, puesto que callaba incluso cuando se sentaba entre nosotros a la hora del bocadillo, todos apretujados en las mesas de a seis. Su puesto de trabajo no era crítico, no importaba para el éxito de la huelga. Él era un operario viejo a punto de jubilarse al que rara vez enviaban a las grandes prensas, las transfer, las que trabajan veinticuatro horas siete días a la semana y no interrumpen su golpeteo ni a la hora del bocadillo. Prensas en las que al cabo de la jornada hay que mover miles de kilos con los brazos, y Patxi ya había pasado por varios episodios de ciática y un comienzo de hernia discal. Tampoco le resultaba fácil interpretar las hojas de instrucciones, llenas de cotas y números: tenía que quitarse los guantes para sacar las gafas de leer, que al poco de puestas se ensuciaban del aerosol de aceite que escupía la prensa a cada golpeteo. Y le ponía nervioso la pantalla del ordenador donde tenía que meter la referencia, el lote, las piezas fabricadas y las rechazadas. Lo suyo era encontrarlo ayudando en el almacén, o barriendo, o quizás recuperando lotes defectuosos en las viejas prensas manuales. Aunque nunca en la 17. Nunca se le puso a trabajar en aquella máquina, que seguía allí, arrumbada en una esquina de la nave, pintada de azul como si una mano de pintura la absolviera de su culpa.
A Jose Antonio la empresa se le había hecho demasiado grande. Ahora había un Comité, delegados, sindicatos, y muchos más operarios de los que él podía recordar por su nombre. Sus clientes eran inaccesibles para él, que no hablaba más idiomas que el francés de los contrabandistas y algo del euskera de sus padres. Y los que hablaban castellano, utilizaban una jerga en la que él se desenvolvía a duras penas. Su empresa estaba en manos de ingenieros y de un Director Financiero que siempre le estaba advirtiendo que fuera prudente. Los necesitaba a todos, pero no confiaba en ninguno. Y guiándose por su instinto, todos los años cortaba alguna de aquellas cabezas bien preparadas. Director Comercial, de Calidad, de Ingeniería, de Fábrica, todos eran recibidos con entusiasmo, pero pronto comprendían que su continuidad allí no dependía de una estimación objetiva de su desempeño. Su modelo de gestión era el de un Presidente de Club de Fútbol, cargo al que había aspirado alguna vez con el equipo de su ciudad: si algo no funcionaba, cambiaba al entrenador.
Jose Antonio se sentía sólo. A veces, cuando paseaba por las naves entre el golpeteo rítmico y atronador de las prensas y los chispazos de los robots de soldadura, se encontraba con Patxi o alguno de sus tiempos jóvenes, y le entraban ganas de acercarse y hablar de los viejos tiempos. Pero se acordaba de la huelga, se acordaba de cómo se habían reído todos de él, jóvenes y viejos, ingenieros y operarios, por su empeño en arrancar aquella prensa rusa que casi le arruina, y apretaba los dientes y los puños y se recordaba a sí mismo que él era el amo.
“Ha cambiado”, decían los más veteranos, y nos hablaban de alguien afectuoso, efusivo a su manera, que se arrimaba a las máquinas hasta donde llegaban las salpicaduras de aceite. Pero los que no lo habíamos conocido antes, sólo veíamos a un viejo que salía como un toro de toriles por la puerta de la oficina al taller, caminaba por los pasillos sorteando las carretillas y los contenedores apilados, y se plantaba delante de tu máquina, a tus espaldas, durante minutos, absorto en la contemplación del poderío de sus prensas y troqueles. ¡Ay como te pillara fumando, o viera una mancha de aceite en el suelo! No llamaba al encargado para que te echara el chorreo, lo hacía él mismo, con una voz de pito, ridícula, pero que a nadie daba risa.
Seguía con la querencia del taller. Sus ingenieros tenían todos despacho y secretaria. Él no. Él llegaba de buena mañana, colgaba la cazadora en el perchero de la sala de visitas, se ponía la blusa azul y bajaba al taller. Nunca daba los buenos días. Nunca los había dado, y menos ahora que todos éramos sus enemigos.
Poco antes de expirar los cuatro años del convenio firmado bajo la coacción de aquella huelga, se empezó a percibir que Jose Antonio preparaba la batalla. Las primeras conversaciones entre el Comité y la Dirección mostraban, más que posiciones encontradas, la voluntad de la empresa de situarse y ganar tiempo. Mientras tanto, los stocks crecían día tras día. Jose Antonio había alquilado una nave a doscientos metros de la fábrica, y había matriculado un par de carretillas con sus correspondientes luces destellantes naranja para que circularan por la vía pública. El resto de habituales de aquel polígono industrial se fue acostumbrando a ver transitar a cualquier hora los contenedores azules rebosantes de piezas de Estampaciones Olloquiegui, desde la fábrica donde las prensas golpeaban cadenciosamente noche y día hasta la nave donde Jose Antonio se preparaba para resistir el asedio.
Y ahora comienza la historia de la prensa 29.
Sólo había un grupo de piezas de las que no conseguían hacer stocks: los Manifolds para Volvo. Eran cinco referencias, y todas partían de un mismo conjunto intermedio que se cortaba y estampaba en un solo proceso transfer en la prensa 29, la única que podía abastecer el plan de producción diariamente actualizado desde Suecia. Adaptar el troquel a cualquier otra prensa requería semanas de trabajo, y ninguna tenía capacidad suficiente –no eran transfer– ni trabajando los tres turnos sin interrupción siete días a la semana.
La batalla se centró allí. No llegaban a media docena los prensistas capacitados para aquella máquina. El Comité de Empresa comenzó a presionarlos. Suavemente, el ritmo de producción bajó en lugar de subir. Un par de oportunas bajas por enfermedad abrieron un boquete en los siete días de trabajo semanal, y los encargados de cada turno tuvieron que ponerse en la prensa durante el fin de semana. A Patxi le dijeron que viniera. Tenía que aprender.
Jose Antonio pasó por la fábrica el sábado por la mañana. Patxi quiso decirle que él ya había cumplido la edad para jubilarse, que había estado de baja por ciática, y que por qué le hacía venir a una prensa que era para jóvenes. Pero Jose Antonio le dio una palmada en la espalda, le preguntó por la nieta -”Está estudiando, a punto de acabar. Si aprueba los exámenes que tiene ahora, me jub…”-, y se marchó sin ver la sonrisa que empezaba a abrirse en la cara de Patxi.
La batalla siguió dos semanas más. Durante veintiún días, Patxi sólo tuvo descanso dos domingos. De lunes a viernes Patxi tenía que estar al quite del prensista de la 29 para suplirle cuando iba al baño, cuando paraba a los quince minutos del bocadillo o, como volvió a ocurrir otra vez, si alguno cogía la baja inesperadamente. La espalda le dolía, a la ciática la resistía a base de voltarén. Sus torpezas con el ordenador ya no le importaban nada, y en cuanto a la hoja de instrucciones, ya no necesitaba leerlas: se las sabía de memoria, porque no hacía otra cosa que estampar Manifolds cuando soñaba, cuando se levantaba y cuando se acostaba. La máquina le torturaba, pero lo que peor llevaba eran las visitas de Jose Antonio durante la mañana de los sábados. Desde su puesto en la prensa 29, cuando se giraba hacia el pasillo central, veía la silueta del amo recortarse contra la mancha azul de la prensa 17, al fondo, arrinconada. Patxi se sentía un troquel viejo y machacado al que le estaban pidiendo una serie demasiado larga. Quería llegar, quería llegar al final. Pero presentía que se iba a quedar gripado de un momento a otro, y que, como se hace con el utillaje averiado que ya no se repara, lo sacarían a golpes de maza de la prensa para desecharlo. Como cuando al chaval le bajó la prensa, sacando un troquel viejo que no servía para nada.
Ocurrió tras una asamblea a la hora del bocadillo. Patxi no asistió porque su cometido era relevar durante esos quince minutos al prensista de la 29. Cuando por fin pudo sentarse a descansar en las mesas vacías, entre migas y restos, se dio cuenta de que había empezado la huelga porque sólo una máquina golpeteaba rítmicamente. El resto -prensas, soldaduras- había enmudecido.
Se había dormido. En menos de quince minutos se había quedado dormido, con el bocadillo a medio terminar. Dio un respingo cuando el carretillero le tocó en el hombro y le dijo que le esperaban en la puerta. Aquéllos de nosotros que estaban apostados en la entrada de la nave, vigilando la marcha de la huelga, vieron como la nieta se abalanzaba para abrazarle, y que él extendía los brazos para que no se arrimara y se manchara de aceite. Y mientras ella gesticulaba y reía y él encendía el cigarrillo de un hombre satisfecho, por el pasillo de la nave venía el encargado para requerirle que acudiera de nuevo a la prensa 29. Sólo entonces, al escuchar al encargado, cayó en cuenta que era la 29 la única prensa que golpeaba, y que el prensista al que él había sustituido a la hora del bocadillo estaba allí, en el grupo de los nuestros que vigilaba en la puerta.
Nos miró como si no nos hubiera visto nunca junto a él todos los días del año. Miró a su nieta como si ella le trajera la vida en una fiambrera. Y le dijo al encargado: “Ya voy, ya. Déjame fumar el cigarrillo. ¿Quién está en la prensa?”. “Jose Antonio”, le dijo el encargado. “Joder”, dijo Patxi.
Patxi tiró el cigarrillo. Se despidió de la nieta, miró al grupo y siguió al encargado. A la altura de los vestuarios, le dijo: “Espera, voy a mear”. Cuando salió, llevaba puestos ya los guantes de trabajo y los protectores acústicos a lo mickey mouse.
Nosotros estábamos a unos metros de la 29, mirando entre rabiosos y divertidos como el amo pilotaba su propia máquina, aceitando el troquel cada doscientos golpes, sacando las piezas de la rampa de salida y apilándolas en el contenedor. Tenía nervio, el cabrón, con sesenta y cuatro años.
Patxi nos miró. Uno de nosotros amagó un silbido antes de que otro le dijera “Déjalo”. Patxi entró en la zona de trabajo y tocó en la espalda a Jose Antonio para advertirle que ya estaba allí. Jose Antonio se volvió, salió y se encaró con nosotros: “¿Qué hacéis aquí? ¡No os quiero en mi casa! Si no servís para trabajar, no os quiero en mi casa. ¡Marchaos!”. Unos amagamos hacia el vestuario y otros salieron por la puerta de atrás de la nave, por donde los camiones de chapa. Nadie quiso pasar a su lado.
Una prensa golpea a una cadencia de entre trece y veinticuatro veces por minuto, según el troquel y el tipo de chapa. El golpe de la prensa hace vibrar las mesas de la oficina, estorba las conversaciones en cualquier parte de la fábrica y se siente desde los pies a la cabeza. Los prensistas y troquelistas adivinan desde fuera de la nave qué prensa está trabajando y qué pieza está estampando. Incluso pueden adivinar si la prensa acusa ya algún pequeño desajuste o si el troquel requiere un repaso de mantenimiento. Por eso, cuando sonó aquel golpe, todos se volvieron. Y cuando sonó el segundo, más discordante que el anterior, corrieron hacia ella. Para cuando llegaron, Patxi ya había parado la máquina y estaba tirando los guantes y los protectores acústicos sobre la mesa de anotaciones.
Jose Antonio se abalanzó sobre el troquel. Un mango de madera sobresalía de la mesa, sobre la matriz, partido y astillado. El troquel, en sus dos últimos vaivenes, no había golpeado la chapa de acero galvanizado de dos milímetros de espesor que fluía del rollo a la derecha de la prensa, sino la cabeza de acero macizo de una maza, grande como dos puños, de las que se usa para desencajar el utillaje. El troquel estaba destrozado. No habría Manifolds durante muchos días.
Jose Antonio se volvió, todos nos volvimos buscando a Patxi. Estaba al fondo de la nave, con su buzo azul, sentado sobre un contenedor azul, fumando un cigarrillo, la cabeza baja echada hacia adelante, mirando al suelo, junto a la prensa 17, pintada de azul.