Me canso. No es justo que seamos nosotras dos, las más viejas, las que tengamos que acarrear el agua desde la fuente. Mirad las canas de Andrómaca, mirad mis mejillas sin carne, ¿creéis que nuestros brazos pueden con tanto cántaro?
¿No decís nada? El tiempo hablará por vosotras cuando os hagáis viejas.
Yo también fui joven como vosotras. La de hermosas mejillas me llamaban. Nuestro amo debería respetar mis canas, siquiera sea por las veces que fui al lecho de Aquiles, su padre, el padre que él no conoció. Yo puedo darle de él más detalles y más verdaderos que los poetas vagabundos que vienen por fiestas a palacio para llenarse la tripa con las sobras de nuestra cocina. Por mí disputaron Aquiles, el mejor de los aqueos, y Agamenón, rey de hombres.
Porque yo no nací esclava. Vivía en la lejana Lirneso, allende el mar y demasiado cerca de Troya, cuando los dánaos llegaron en sus negras naves. Al principio, no hicimos caso. “Un mes o dos de guerra y se marcharán”, decíamos. Pero pasaron los años, y el ejército de Agamenón seguía allí, frente a Troya inexpugnable, asolando contornos cada vez más lejanos para procurarse botín, ganado, grano y mujeres.
Un día apareció Aquiles con sus mirmidones delante de nuestras murallas. Yo tenía quince años. Mis padres me habían dado marido, justo empezaba a conocer los placeres del lecho junto a él. Aquiles lo mató. Mató a mi padre también. Mató a mis tres hermanos. Me llevaban a la nave y no podía dejar de llorar. Por ellos. Por miedo a mi propio destino. Las mejillas se me enrojecen cuando lloro y Patroclo, el compañero de Aquiles, se fijó en mí. Me apartó de la rehala y me preguntó mi nombre. «Briseida, eres demasiado hermosa para que Aquiles consienta que ninguno te ponga la mano encima. Le hablaré de ti, y verás como te hará su legítima esposa. Cuando acabe la guerra, en esta misma nave, vendrás tú con nosotros de regreso a nuestra patria, a la fértil Ftia, y allí celebraremos el banquete nupcial entre los mirmidones”.
Una se resigna a todo, incluso a vivir entre hombres que sólo te respetan porque saben que tu dueño es otro más poderoso que ellos. Solo Patroclo era amable. Él me alegraba las mañanas cuando salía de la tienda de Aquiles. Él me acompañaba si quería pasear por la playa y mojar mis tobillos más allá de las varadas naves. Hubiera sido un marido atento y cariñoso.
Un día riñeron Aquiles y Agamenón. Dicen que fue porque un sacerdote de Apolo reclamó a su hija, esclava en el lecho del Atrida, y a éste le contrarió tener que devolverla para proteger al ejército de la peste. Sí, así fue. La peste. Por doquier el olor de la carne quemada, el humo de las piras. Nadie sabía por qué las flechas del dios alcanzaban a perros, mulos y hombres. Hasta que Calcante explicó la causa, preguntado por Aquiles, protegido por Aquiles de la ira previsible del más poderoso de los aqueos.
Sí, riñeron por eso, es verdad. Pero antes de eso, Agamenón me había visto en la tienda de Aquiles, y yo había notado en sus ojos de borracho la codicia del deseo. Esa noche hubiera dormido en su tienda si mi dueño hubiera sido cualquier otro y no Aquiles.
Y Aquiles… Aquiles me estimaba menos que su orgullo. Yo fui el trozo de carne del que jalan dos perros a dentelladas. Agamenón sólo pedía una compensación por perder a la hija de Crises. Poco le costaba a Aquiles haberse avenido y aceptar que entre todos los jefes resarcieran al Atrida por la merma en su botín. Un poco de ganado, unos trípodes, calderos… El campamento rebosaba de despojos, de pillaje, y la contribución de todos hubiera sido muy poco para cada uno. Pero Aquiles cerró la puerta al arreglo, porfió y rebatió. Y cuando Agamenón, crecido y colérico, insinuó primero y exigió después que yo misma fuera su compensación, Aquiles se obstinó, prefirió perderme, exhibirme ante los demás aqueos como una afrenta insufrible para él. Orgullo contra orgullo, poco le importaba en qué lecho dormiría yo esa noche. Sólo mostrar que se le trataba injustamente.
Fue Patroclo otra vez el encargado de conducir mi triste destino de esclava. Otra vez él cogió mi mano y me sacó de la tienda para entregarme a otro amo, a los enviados de Agamenón. «¿También se casará conmigo Agamenón?». Y Patroclo bajaba los ojos.
Sin Aquiles, los aqueos fueron como ovejas desamparadas por el pastor y a merced de un león que ha saltado dentro del redil. ¿Te acuerdas, Andrómaca? El brazo de Héctor mató más aqueos que las flechas de Apolo. Los cadáveres se pudrían en la llanura, festín de perros y buitres, sin tiempo para recogerlos y quemarlos de un día para el siguiente. Fueron los momentos de gloria de tu esposo. Pero él lo hacía por ti. Tú al menos conociste un marido tan amable como valeroso. Sí, ya sé que es más duro perder algo cuando se ha tenido, que no haberlo tenido nunca. Y que luego sufriste por él cuanta humillación pueden infligir los hombres a una mujer. Pero al menos, cuando ellos te humillaban, tú sabías que estaban recordando cuántas veces tuvieron que huir delante de los corceles de Héctor, y los nombres de sus amigos y camaradas caídos bajo su lanza. Sólo lamento que uno de ellos tuviera que ser Patroclo.
Cuando Héctor llevó el fuego hasta las mismas naves, mi nombre ya era maldito entre los que habían luchado sin cesar durante nueve años con la esperanza de asolar la bien amurallada ciudad, y ahora se veían obligados a combatir por no ser arrojados al mar. “Briseida, la de hermosas mejillas, maldita sea. Por una muchacha cuántos tuvieron que morir”, decían. Y cuando todos respiraban desaliento, Patroclo se compadeció de ellos, y rogó e imploró a Aquiles para que le permitiera acudir al combate con los mirmidones.
Y Aquiles accedió. Le dejó su armadura, su funesta armadura, la misma que vestía cuando mató a mi marido, a mi padre y a mis tres hermanos. Y con ella, el mismo empuje aniquilador de su dueño. Patroclo no se contuvo después de echar a los troyanos fuera del campamento, no volvió a las naves una vez conjurado el peligro. Tuvo que llegar hasta los muros de Troya, ebrio de sangre y matanza. Y cuando por cuarta vez arremetió, sin ver las señales del dios, el dios desarmó a Patroclo a los pies de Héctor para que lo matara, para que cobrara su armadura como botín y afrenta a su dueño, Aquiles, y así precipitar el destino de todos.
Tetis llegó con la aurora del día siguiente, cabalgando sobre la espuma de las olas, y encontró a su hijo llorando el cadáver de Patroclo. ¿Por qué los hombres más despiadados son tiernos como niños en presencia de sus madres? ¿Por qué son tiernos en el lecho y nada más levantarse pueden herirte de la manera más cruel? ¿Por qué las mujeres alimentamos a esos monstruos?
Tetis trajo una armadura nueva para Aquiles, y con ella, nuevamente redoblada, la locura homicida. Aquiles cambió su llanto por la cólera, sus lágrimas por centellas, y corriendo por la playa, daba voces de rabia convocando al combate.
“¡Atrida!, qué estúpido hemos sido peleándonos por una muchacha. Ojala Artemis la hubiera matado en las naves el mismo día que asolé Lirneso.” Así decía, como si la culpa fuera mía, y los aqueos aplaudían golpeando la tierra con las picas y los escudos con los pomos de las espadas.
Y el borracho Agamenón, falso y perjuro, ahora se deshacía en disculpas ante Aquiles por la injusticia cometida. Aquella misma mañana, antes del combate, me devolvieron a la tienda de Aquiles. Y antes aún, delante de todos, Agamenón juró que no me había tocado. No os riáis, pocos hombres habéis conocido vosotras. Con toda solemnidad, juró. Trajeron un jabalí, y Agamenón dijo su plegaria, mientras cortaba el gaznate de la bestia: “Sea testigo Zeus, el primero de los dioses, y también la Tierra, el Sol y las Erinias que castigan a los perjuros, que nunca he puesto la mano sobre la joven Briseida, ni he subido a su cama, ni he tenido unión con ella, ni por deseo de yacer ni por ningún otro motivo”. Acabar de decirlo, cogió al animal por las patas, chorreando sangre de su cuello, y volteándolo lo arrojó mar adentro.
Los dioses lo castigaron por este juramento. ¡Lo castigaron después por tantas cosas! A él y a todos los demás, a todos los que fingieron creerle. Porque a mí me devolvieron muy bien acompañada. Y eso impresiona más que los juramentos.
Allí mismo, en el centro de la asamblea, me dejaron junto con siete trípodes nunca antes puestos al fuego, veinte calderos relucientes, doce corceles que habían ganado carreras. Y mujeres, otras siete jóvenes, las más hermosas de entre las capturadas cuando Aquiles asoló la isla de Lesbos y que entonces habían formado parte del botín de Agamenón. Y oro, mucho oro. Diez talentos. Todo me rodeaba a mí. Todo eso valía yo, todo eso valía el orgullo de Aquiles. ¿Quién no creería un juramento tan persuasivo?
Vinieron los mirmidones y recogieron los presentes. Condujeron los corceles a los establos con los demás, y a las mujeres nos llevaron a la tienda. Fue entrar y ver el cadáver de Patroclo, las heridas negras de sangre seca, la espalda y el vientre alanceado, sus rizos morenos aún sin lavar, sucios de sangre y de polvo, aquellos bucles que yo apartaba de su frente con mis dedos cuando nadie nos veía. Allí caí yo abrazada a él, llorando. Lloraba Diomede, hija de Forbante, que era de Lesbos también como las muchachas que me acompañaban, y que había ocupado mi lugar en el lecho de Aquiles mientras yo estuve en poder de Agamenón. Lloraba Ifis, la de bella cintura, regalo de Aquiles para Patroclo cuando tomó la ciudad de Esciro. Lloraba yo, acordándome.“Patroclo, te dejé vivo cuando salía de esta tienda, y te encuentro muerto ahora que regreso. Desgracia tras desgracia, tú eres la última. Tú, el más dulce de los hombres, ahora estás muerto.”
Y con nosotras rompieron a llorar las muchachas lesbias: Teano, Ciseide, Adrastea, Cloris, Melanto, Eurínome, Anfitea. Ninguna había conocido a Patroclo. Pero todas tenían motivos de sobra para llorar por ellas mismas y por su destino.
Maldito sea, Tetis, el fruto de tu vientre.