Polizón en un féretro ajeno. Tus huesos temblarían a carcajadas si pudieras oír cómo responden todos “¡Presente!” cuando el general bajito, boina roja y voz aflautada, clama “José Antonio Primo de Rivera” y reclama, por esa muerte que no es la tuya, el fruto y la semilla de otras muertes. Los enterradores desquician la losa de mármol, la atraen, la arrastran chirriando sobre el pavimento, la sujetan a las cabrias bajo la bóveda, que embrazan la piedra, la levantan, la depositan a un lado. El Caudillo cierra la mano y antes de que sus dedos se junten la palma se le llena con un puñado de la tierra que espolvorea tus restos y acude volando. Se retira el Caudillo y junto a la fosa regresa y forma la guardia de pantalón negro y camisa azul mahón, correaje y pistola al cinto. Dos enterradores se arriman al borde y tienen los cabos de las cuerdas, que descienden como serpientes, reptan por debajo del féretro y ascienden por el otro lado. Tus restos suben empujados por las sogas, que escurren pausadamente entre las manos que las sujetan.
Y así, tus huesos dejan de gravitar sobre dos dinastías de reyes tan lejanos para ti como emperadores chinos y mogoles. La bandera rojinegra se descuelga del féretro y vuela en el aire hacia manos que la recogen y la pliegan. En el túmulo delante del crucero esperas a que el coro de Agustinos cante “Requiem aeternam dona eis, Domine” desde la Comunión hasta el Introito. Camisas Viejas, Palmas de Plata, Jerarquías y Dignidades toman a hombros la caja de ébano y desandan el pasillo hasta la puerta de la basílica. Franco te recibe y luego espera tu llegada, mientras el cortejo que te lleva cruza el patio de los Evangelistas y desentra del monasterio. Más allá de la puerta, Banderas, Guiones, Estandartes y Emblemas se levantan altivos a tu paso, entre estruendo de campanas y salvas de artillería que aspiran el ruido y la nube de pólvora dentro del ánima de los cañones. Las filas prietas y firmes de batallones y centurias se relajan en posición de descanso. En los montes alrededor las hogueras fulguran, la ceniza mengua, la leña medra y por fin se apaga. Vuelan las escuadrillas militares en formación hacia atrás. Los generales y los diplomáticos suben de espaldas a sus coches y de espaldas emprenden el camino de vuelta a la capital, mientras a ti te desllevan a hombros camino de Galapagar, camino de la Universitaria, camino de Aranjuez, camino de Ocaña, camino de Albacete, La Roda, Villena, camino del mar del que viniste.
Aunque ellos no saben que viniste del mar.
Diez días. Cada diez kilómetros el cortejo se detiene. Doce hombres se desarriman de las andas y emplazan a otros doce. Un jefe se cuadra delante de otro jefe, grita “¡Presente!”, y el otro invoca el nombre del Ausente. Detrás delante del cortejo, dos cruces, dos curas, media docena de faroles con cirios, con sus monaguillos. A los lados, una escolta de camisas viejas, de soldados, de guardias civiles, con los fusiles apuntando al suelo, el brazo derecho sobre la cartuchera izquierda, y el paso cansino de las procesiones.
Diez días.
Durante diez días a la niebla de la tarde sucede el sol del mediodía, y al amanecer el aguazón de la madrugada. Los hachones de pino resinoso crecen prendidos de su llama durante la noche y se apagan cuando el sol nace por el oeste. En los cerros, las hogueras hacen eco a las antorchas. El polvo de los caminos se recoge en el aire y se asienta al paso del cortejo. En las plazas, las alfombras de flores vuelven a las manos de las mujeres en forma de ramos; se arrían las banderas; se desmontan los mástiles; los albañiles reponen las entabladuras de los arcos de ladrillo con el “José Antonio, ¡presente!”; los discursos se dicen y después se escriben y se piensan; las galanuras de los balcones se lucen y se desponen. Escupen la hierba las ovejas y las cabras en los barbechos y despoblados del camino; los pastores encaraman un brazo -es la moda-, el otro sujeta el palo -como siempre-.
Al paso de los jirones podridos de tu carne, se levantan de las cunetas y las fosas los cuerpos de los rojos señalados a tu paso. Crece la cabellera rapada de las esposas, las hijas, las viudas, las hermanas, las madres de todos aquellos que deben un paseo vengativo a los vencedores, y sus ropas se estiran, recomponen sus jirones, se desvanecen los moratones en su carne y olvidan las afrentas.
Al décimo día llega el cortejo a la ciudad roja, señalada con el estigma de haber consentido el crimen, la muerte del Ausente. El séquito se engrosa, se alarga, se detiene delante de la casa prisión que lleva el nombre de ese hombre que no es el tuyo, y se dicen más discursos, más responsos, más himnos y voces rituales. Como un hormiguero revuelto, la población amontona las aceras, proclama su dolor y contrición manteniendo el brazo en alto hasta que duela. Los marineros se petrifican cara al puerto, las sirenas de los barcos enronquecen el aire, el cortejo entra en la catedral. Allí se desnuda el féretro y las andas del paño negro que los cubre; y el hilo de oro que borda el yugo y las flechas volverá a pasar por el ojo de las agujas y se bobinará en los carretes de tantas mujeres enterradas en vida para el culto de la muerte.
Al día que precede el féretro retrocede hasta el cementerio en procesión de andas y se introduce en el nicho 513. Los cascotes y ladrillos se levantan del suelo, se ajustan entre sí, sellan el nicho. Una guardia permanente rota durante ocho meses, a la espera de que empiece la guerra, mientras las cárceles vomitan multitudes, las cunetas y los cementerios regurgitan muertos, y llega el día en que se abre el nicho nuevamente, el féretro desciende y vuelve junto a la fosa quinta, fila segunda, cuadro doce. Sacan tus huesos y te muestran putrefacto y descarnado como el odio. Miguel, el hermano del que tú no eres, atestigua y reconoce el crucifijo y las tres medallas encontrados en tu cuello. Desciendes al fondo de la fosa, y encima de ti se depositan los demás cuerpos, y encima la tierra que os entierra durante tres años, tierra que vuelve a hacerse carne, a rellenar los huesos, a dar vida a las larvas y gusanos que se extinguen. Hasta que llega el día en que los músculos rígidos se aflojan, la fosa se descubre, los cuerpos suben y vuelven a la mesa de mármol del depósito.
El sepulturero se ríe de su propio acto de justicia: como si él creyera en la resurrección de los muertos. Cambia de cuello el crucifijo y las medallas. Piensa en lo que durará la guerra, su resultado probable, ahora que el Gobierno de la República ha abandonado Madrid: siempre ganan los mismos. “Se acabó la fiesta, Negro Yomá. Se acabó la fiesta para ti y para todos nosotros, hasta para el señorito fascista”, piensa recordando el buen pasar de aquel marinero negro, su alegría con un punto de altivez para no agacharse a recoger la moneda que la mala ostia de alguno le tiraba al suelo como un hueso a un perro. ¡Qué diferentes son el abrigo del señorito y el del Negro Yomá, y cuánto se parecerán así que pase algún tiempo! El sepulturero ha visto alguna vez a un príncipe filosofar en torno a una calavera monda. Contempla los seis cuerpos que tiene que enterrar este 20 de noviembre de 1936, con especial detenimiento en el señorito fascista repeinado hacía atrás, el hijo pendenciero de un general fanfarrón, y en el Negro Yomá, sucio y desgreñado, muerto de una borrachera mal dormida a la intemperie.
Veinte años de fiesta, Negro Yomá. Veinte años tragando fuego y escupiendo gasolina a la botella para maravilla de la gente. Veinte años disfrutando del sol hospitalario, de la tierra hospitalaria, de las mujeres hospitalarias. Veinte años, y una lista de embarque para una tripulación embarrancada, en la que -ausente- no figura el polizón pinche de cocina que dice llamarse John Moore cuando lo descubren en la bodega del barco riendo a mandíbula batiente. En buena hora arde el Tiflis en el puerto de Alicante. En buena hora varaste en esta tierra que al final de tus días te ha dado un entierro de reyes, polizón John Moore, presente.