Lo primero que le oí a Jorgen Jorgensen cuando avistamos tierra fue:
─ Islandia nos sonríe, Hördur Torfason.
Sabía que lo decía por el cielo azul, el sol detrás de nosotros y el macizo blanco del Vatnajokull que llenaba el horizonte por delante, un poco a estribor. Pero no me pude contener.
─ Islandia no sonríe nunca, señor.
Todavía no nos conocíamos bien. Nueve semanas más tarde, cuando acabaron las aventuras de Jorgen Jorgensen en Islandia, yo había aprendido hasta qué punto nuestros temperamentos eran opuestos. El suyo tenía la osadía ingenua de los optimistas. Nunca tuve ningún interés en contradecirle. Sólo traté de cumplir con lo que él me había pedido al contratarme: ser su guía en mi tierra natal.
─ Lo sé, lo sé ─me contestó condescendiente─. No es una tierra donde haya ríos de leche y miel. Pero ya verás como florecerá la pesca y la ganadería cuando Islandia se abra al comercio. Y tenemos que probar con las patatas, en Dinamarca están dando buen resultado.
Yo no conocía sus planes. A todos nos parecía que su empresa tenía el apoyo británico. Quizás realmente fue así en el comienzo. Lo que él hizo luego ─destituir al gobernador danés, proclamarse Protector de Islandia y prometer la convocatoria de un Althing soberano─ resultó excesivo para los ingleses. Se parecía demasiado a lo que Napoleón iba implantando por Europa a golpe de bayoneta.
─ Ojalá, señor. Pero no es solamente la naturaleza hostil lo que apesadumbra a los islandeses.
No debiera haberlo dicho. Uno siente antes de entenderlo cuando se le han escapado palabras que van más allá de lo que pide la conversación. Una vez pronunciadas, presentía que sería difícil contener la curiosidad de Jorgen Jorgensen.
─ Explícate.
Y se giró hacia mí dando la espalda a las cumbres nevadas. Puesto que no me quedaba más remedio que continuar, dije más o menos lo que pensaba. No debí haberlo hecho, como tantas otras cosas.
─ No sé si nuestros antepasados, los que descubrieron estas tierras, reían mucho. Pero no tenían miedo, y ésa es la primera condición de la alegría. Llegaron aquí, a donde nunca nadie había llegado antes, porque no estaban dispuestos a someterse a un rey que les oprimía. Vivieron libres durante siglos hasta que un día equivocado decidieron abjurar de sus antiguos dioses y hundieron sus imágenes en Godafoss pensando que, todos cristianos por fin, el rey noruego ya no tendría pretexto para intrigar en Islandia. No fue así. Al contrario, bautizarnos fue el caballo de troya de nuestra rendición.
Y añadí para coronar mis imprudentes palabras:
─ El cristianismo es una religión de sometidos que desarma los espíritus.
Jorgen Jorgensen se quedó pesando y pensando mis palabras. No era, eso ya lo sabía, un doctrinario, un hombre de dogmas y teorías, aunque tenía la habilidad de disfrazarse camaleónicamente bajo los discursos que había escuchado, si así le convenía a sus intenciones. Por encima de todo, era un hombre de acción que retenía aquellas ideas que servían como premisas o conclusiones de los actos. No me extrañó su pregunta. Yo mismo la había provocado con mi locuacidad.
─ Nunca me has contado cuándo y por qué te fuiste de Islandia.
En ese momento nuestro barco no distaba de tierra más de tres millas. Pronto la tripulación se encaramaría por los flechastes y el timonel viraría al oeste noroeste, para seguir paralelo a la costa. El Vatnajokull quedaría casi perpendicular a estribor y pasaríamos frente a la desembocadura del Skafta. Me asombró que esa pregunta llegara en ese punto, cuando había tenido tantos días y ocasiones para hacerla. Todas las coincidencias tienen algún sentido oculto. En este caso, seguramente desatar mi lengua y empujarme de nuevo a mi destino.
─ No me llamo Hordur Torfasson ─dije─. Hace veinticinco años yo vivía en la parroquia de Kirkjubær, en el distrito de Siða, a orillas del Skafta, muy cerca de aquí ─señalé con la mano el nuevo rumbo.
Tenía una pequeña granja en la que no manaba leche y miel, por supuesto. Pero era joven, sabía trabajar duro y acababa de casarme. Todo me sonreía. Mi mujer, Guðrún, era dulce y cálida. ¿Qué mayor recompensa puede pedir un hombre para esforzarse contra la tierra, el viento, el frío, la lluvia, la nieve? También tenía una barca a medias con el padre de Guðrún y sus hermanos. Pescábamos, y además comerciábamos con libertad con los pocos productos de la tierra y del mar que nos sobraban. Éramos, en definitiva, pequeños contrabandistas.
No hacía muchos años que a la parroquia de Kirkjubær había llegado un reverendo nuevo. Además de pastor, era médico con algunos conocimientos de cirugía. Quizás no era mal hombre. No le importaba cabalgar en su poney a una granja remota si le avisaban que allí había alguien enfermo. Y de paso, visitaría alguna otra cuyos habitantes no hubieran cumplido recientemente con el compromiso dominical.
A mi no me disgustaba asistir a la iglesia los domingos, aunque me costara un par de horas ir y volver. Era la ocasión de reunirse con otros, de saber y preguntar. Pero los sermones del Reverendo Jon Steingrimsson me irritaban cada vez más. Su antecesor quizás no fuera tan culto como él, pero no nos fustigaba por cosas que no hacen daño a nadie, como fumar o echar un trago de vez en cuando. Ni nos contaba los diezmos, puesto que él y el servicio divino recibían lo suficiente. Si la iglesia hubiera necesitado algún arreglo, no hubieran faltado brazos. ¿Por qué habríamos de sostener a un obispo y su corte que nos quedaban tan lejos? Menos aún, ¿qué tenía que ver Dios con lo que nos robaba el rey danés? Bastante perjudicaba al país con el monopolio del comercio que nos imponía. No entendía por qué el reverendo tenía que fastidiar con todas esas cosas.
Para el reverendo Jon Steingrimsson, quien no tenía una granja para vivir debía pedir perdón por estar sobre la Tierra. Fustigaba la insolencia de los criados, como si las mismas palabras solo fueran legítimas en boca de hombres libres. ¿No se preguntaba que para que un hombre tuviera criados, es decir, trabajo y comida para ellos, alguien debía haber sido despojado de su parte de tierra y obligado a entrar a su servicio para sobrevivir? Y los vagabundos, a sus ojos sólo su mera existencia los convertía en culpables, cuando en realidad son la premisa para que unos hombres se sometan a otros. Dadles un pedazo de tierra a cada uno, y entonces a los ricos les sobrará toda la que no pueden cultivar con sus propios brazos.
El reverendo apoyaba a los que querían que los pastos y tierras comunes se cercaran y privatizaran. ¿Qué nos quedaría a los pequeños granjeros que llevábamos allí nuestros cortos rebaños, más que convertirnos en vagabundos o en criados malhumorados?
─ Todo cuanto resulte indispensable para conservar la vida es propiedad común de la sociedad entera ─me interrumpió Jorgen Jorgenssen.
─ ¿Señor?
─ Nada. Es solo una frase. ¿Conoces a Robespierre?
─ He oído hablar. Pero no acabó bien, me parece.
─ Bueno, está muerto. Pero por lo que me cuentas veo que sus ideas están vivas en todas partes y pueden germinar también aquí en Islandia.
Yo callé. ¿Qué iba a decirle? Yo sólo sé lo que he vivido y visto con mis propios ojos.
─ Sigue. Aún no me has dicho cómo te fuiste. Adivino que te enfrentaste a la Iglesia.
─ Sí. Fue hace veintiséis años. Fue premonitorio. Todo empezó con una sucesión de nueve domingos en los que no se pudo celebrar el servicio religioso por el mal tiempo. Lo sorprendente es que entre semana el tiempo era apacible, pero empeoraba al llegar el día del Señor. Cada cual puede interpretarlo como quiera, pero solo uno tiene un púlpito para predicar. Cuando por fin el reverendo Jon Steingrimsson nos tuvo bajo su palabra, fue para decirnos que el Altísimo nos avisaba por nuestra soberbia impenitente. Habló de otros signos extraordinarios, reales o inventados. Bolas de fuego que corrían por los campos como zorros. El sonido de campanas en el aire acompañado por el de instrumentos musicales bajo tierra. Insectos voladores nunca conocidos, de rayas rojas, amarillas y negras, tan gruesos como el pulgar de un hombre adulto. El nacimiento de un cordero con pico y garras de ave. Un rayo que partió por la mitad la viga de un corral, de extremo a extremo, ennegreciéndola como si la hubieran aserrado con hierro al rojo, y matando a todas las ovejas. Cuando el amo vio lo ocurrido y se reunió con sus familiares y amigos, dicen que Dios puso en su boca palabras que profetizaban lo que luego habría de ocurrir: que veríamos descender un fuego atronador sobre todos nosotros.
Ojalá todo hubiera quedado en palabrería de predicador. Pero no fue así. El domingo de Pentecostés, 8 de junio de 1783, amaneció despejado y tranquilo. A media mañana una neblina negra de polvo apareció hacia el norte, cerca de las granjas de la montaña. La nube era tan extensa que en poco tiempo cubrió toda la zona de Siða y también parte de Fljoshverfi. Tan densa que llenó de tinieblas el interior de las casas y cubrió el suelo con un manto negro tan espeso que borró los caminos y senderos.
Luego, se levantó un viento del sur que despejó el cielo y el servicio se pudo celebrar.
Aquella noche la tierra comenzó a temblar y a gemir con el aullido de un viento huracanado en su interior. El suelo se partía en pedazos, como si un animal enloquecido desgarrara sus entrañas. Pronto, desde cada uno de los cerros, enormes trozos de roca y tierra fueron escupidos hacia lo alto entre llamaradas de fuego, humo y chorros de arena. Era la cólera de Dios, tal como la había invocado el reverendo.
Los fuegos de la tierra continuaron durante semanas, con altibajos engañosos. Varias veces se cubrió todo de un humo picante que irritaba los ojos y el pecho. Los árboles perdieron sus hojas. Un día de julio nevó nieve negra tan espesa que los animales no podían comer, y aunque la quitamos, los animales se envenenaban con el pasto. Los pájaros migratorios huyeron, y todos los animales pequeños perecieron.
Al principio, el río Skafta aumentó su caudal con el deshielo de los glaciares e inundó las granjas cercanas a su curso, la mía entre ellas. Pero de pronto lo redujo y redujo hasta desaparecer. Luego, la lava bajó por él y llenó su cauce por completo. Yo había llevado mis ovejas a una isla en el centro del río y las perdí todas. De poco me hubiera servido conservarlas: vacas, ovejas y caballos, todos fueron muriendo en los meses siguientes por falta de alimento. Y con ellos, el hambre cayó sobre las personas.
Mi mujer y yo asistimos al último sermón. La lava fluía y estaba rodeando la iglesia. Entramos dentro sin saber si podríamos salir, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer los que habíamos llegado hasta allí refugiándonos del fuego? Durante un tiempo interminable, el reverendo predicó y nos hizo rezar y cantar con voz unánime: somos criaturas en manos de Dios, hágase tu voluntad.
Al acabar el sermón, salimos entregados al exterior, donde nos esperaba nuestra sentencia. La lava se había detenido junto a la iglesia. Su impulso, como enfrentado a una barrera invisible, se había solidificado en un muro tan alto como dos personas. El reverendo había triunfado con aquella manifestación de la clemencia de Dios.
Los fuegos siguieron hasta el año siguiente. No destruyeron nada más directamente, pero la hambruna se llevó a muchos. Mi mujer, Gudrun, estaba embarazada y no resistió hasta el final. Cuando murió, yo me eché al mar en solitario, desandando el camino de mis antepasados. Un ballenero inglés me recogió.
Nos quedamos callados. El Vatnajokull se alejaba por la popa de estribor. Sólo se oía el cabeceo del barco y la espuma que levantaba. Por romper el silencio, señalé un punto de la costa
─ La desembocadura del Skafta.
─ Lo que no entiendo ─volvió Jorgen Jorgessen─ es por qué te cambiaste de nombre.
─ Porque antes de irme, hice justicia y quemé la iglesia del Señor.