Hoy hemos nacido el uno para el otro. Galatea ha llegado vestida con un vaquero y una camisa de finas rayas azul claro. Las dos prendas le ajustan bien de largo, son su talla, pero flotan alrededor de sus brazos y sus piernas.
Es tal como la había soñado, esbelta, grácil. El pelo, del color de la manzanilla, recogido atrás en cola de caballo. Los labios carnosos, pero no grandes. Los ojos, ingenuamente azules. La nariz y la barbilla, con el dibujo perfecto que sólo tienen los rostros infantiles.
Ella ha respondido a mi “Hola, Galatea” con otro “Hola, Martín”, y a mi sonrisa con una sonrisa de fresa y nata.
Dos pasos hacia ella. No me he atrevido a dar el tercero, temiendo que se espantara de mí como una gacela. He extendido mi mano y ella la ha cogido. De sus dedos, de la palma de su mano, he recibido la descarga que me ha hecho sentir tan criatura como ella. ¡Oh, qué momento gozoso!
La he llevado de mi mano por toda la casa con el entusiasmo de un niño que quiere enseñar el Paraíso. La terraza, sus vistas. El salón y la biblioteca. La cocina y todas las dependencias utilitarias. También la que será su habitación, cuando quiera aislarse. La mía está al lado.
Esta noche, a la hora de acostarse, ella se ha dirigido a su habitación. A mí me ha costado dormirme.
…
Primer día. Hemos salido juntos a pasear por el parque. Hay todavía entre nosotros dos demasiados silencios.
Hemos empezado a caminar cogidos de la mano. Al poco, yo he tenido el impulso de pasarle el brazo por encima de los hombros. Ella ha enlazado mi cintura con naturalidad, como si lo lleváramos haciendo desde siempre. Nos hemos sentado debajo de un sauce. He acercado mi boca a su oreja y le he susurrado un “te quiero”. Y cuando he puesto mis labios sobre su sien y su mejilla, ella ha vuelto el rostro hacia mí y nos hemos besado.
Yo hablo mucho, y ella escucha y asiente. A veces pregunta. Los patos, el estanque… Se ha acercado al agua y ha metido las manos. Yo también. Hemos jugado a mojarnos la cara con las salpicaduras.
Al llegar a casa, la he cogido de la mano y hemos entrado a mi habitación. Desnudarla por primera vez ha sido como desembalar un regalo precioso del que quieres conservar todo, hasta el papel que lo envuelve. Al desabotonar su camisa, sus pechos se han abierto delante de mí. Son tan pequeños que no necesita sujetador. Ha arqueado un poco los brazos y las mangas han caído. Ha levantado alternativamente una pierna, luego la otra, como haría un niño, y he recogido el pantalón de entre sus pies. Sus ojos acompañan a los míos cuando la recorro con la mirada, y cuando pretendo un duelo de pupilas, me desarman con su candor. Me acerco. La beso. Abre la boca si empujo con la lengua. Abre, abre… Me avasalla tanto su actitud de entrega, tan suave y dulce, tan quieta y callada, que me ha hecho dudar, al penetrarla, si seguir empujando. Al final lo he hecho, muy despacio.
Hemos dormido abrazados, ella con un ligero rubor en las mejillas.
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Fiesta de presentación. Treinta personas. Ella ha estado impecable. Sin timidez. Sin la exaltación que a uno le invade cuando es el centro de atención. Los ha sorprendido a todos. Incluso a mí mismo.
Cuando nos han preguntado por la boda, ella ha respondido con tal precisión de detalles que yo he preferido dejar esta parte de la conversación a su cargo. Escuchándola, me han parecido más reales sus recuerdos implantados que los míos, originales y verdaderos.
Después, hemos ido a mi dormitorio. Suave, siempre suave. No quiero que se me rompa. La amo.
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Galatea se ha convertido en la preferida de todos. No hay reunión que no cuente con su presencia tranquila y amable. Es estupendo que haya encajado tan bien.
Es curioso, no matiza el trato entre hombres y mujeres. Como si no supiera establecer esa distancia sutil que hay entre los sexos.
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Hoy he llegado a casa deseando verla y no estaba. La he llamado, y su comunicador ha sonado en su mesilla de noche. A medianoche he empezado a hacer llamadas. Cuando me he dado cuenta que estaba transmitiendo a los conocidos una imagen de marido celoso, he dejado de preguntar.
Cuando ha regresado -muy tarde-, ella no le ha dado importancia ni a su retraso ni al hecho de haberse olvidado el comunicador. Ha notado mi enfado, mi silencio, mi sequedad. Pero no reacciona. Me deja perplejo. Hemos dormido juntos el uno al lado del otro, nada más. Yo no podía.
No es que regrese tarde por nada especial. Es, simplemente, que los amigos prolongan la diversión y ella no ve motivos para dejarlos. Luego, cuando llega a casa y me encuentra cariacontecido, se queda vacilante. No nos entendemos. Yo quiero estar con ella. Es normal que la busque y la espere. Pero ella no entiende la frustración que me causa.
La otra noche, en la oscuridad del dormitorio, rompí a llorar muy quedamente. Algo me dice que ella lo percibió. Pero no hizo nada.
…
Ayer regresó muy tarde. Con la marca de unos labios en el cuello. Ella me lo ha contado con esa sencillez que me desarma. Roberto la traía de vuelta. Han dado un rodeo de una hora o más por su apartamento. Eran las dos y media cuando ella ha llegado a casa.
He pasado toda la noche llorando en mi habitación. Ella, mientras tanto, dormía apaciblemente en la suya. ¿Cómo es posible que ocurra una cosa así y de esta manera?
…
Ha sido muy incómodo hablar con el ingeniero de Pigmalión-SRC. Lo alegal de esto me deja sin ninguna garantía ni obligación por parte de ellos a darme servicio post-venta. Los únicos asideros para que me atiendan son el crédito de mi cuenta corriente y la amenaza de un escándalo.
El ingeniero me ha escuchado sin interrumpirme durante varios minutos. He acabado con esta pregunta, retórica e irónica.
— ¿Ella me quiere?
— Digamos que “ella” ha sido programada para complacerle.
— ¿Complacerme? Tengo la sensación de estar con una autista.
— No. Una autista no aceptaría el contacto físico, ni siquiera una caricia con la mano. No digamos una penetración vaginal.
Me dio asco oírle hablar así después de los circunloquios y rodeos que yo había utilizado para describir nuestra intimidad.
— Técnicamente, un robot es un psicópata, no un autista -concluyó.
Me asusté. El ingeniero continuó:
— Tranquilo. Nunca le hará daño. Está programado para complacer.
— Sí, tan complaciente que cualquiera que pase a su lado…
— Sí, claro. Su respuesta sexual es automática. Si el ambiente es adecuado, basta un beso, una caricia, para despertar su aquiescencia. Aquiescencia, esa es la palabra. Bueno, también pasa con algunas personas… humanas. Si quiere evitarlo, ya sabe, vigílela.
— No es eso. Yo no quiero ser su guardián,. Yo quiero que ella sienta que su infidelidad me duele, que sienta mi deseo de ella y mi sufrimiento por ella. Ella no siente.
— “Ella” sufre.
— ¿Sufre?
— A su manera. Cuando no consigue complacer, cuando percibe malestar, “ella” se perturba. Porque no es el resultado que espera y no entiende por qué. Hay, incluso, un pequeño riesgo de que estas situaciones de conflicto deterioren su mecanismo. Porque en algún lugar de su interior hay un cúmulo de energía, una pequeña chispa que no se canaliza adecuadamente, que fluye circularmente sin encontrar la salida.
— Pero eso es un defecto de fabricación…
— No, no lo es. Nosotros fabricamos el producto con arreglo a las especificaciones del contrato. A día de hoy la robótica no es capaz de mejorar el producto. Para dar salida a esa energía, a esa estasis de sufrimiento, deberíamos ser capaces de proporcionarle conciencia y libre albedrío. Ningún fabricante lo ha hecho ni lo hará: el Gobierno vigila para que nadie lo intente siquiera. Como no podemos, simplemente hemos reforzado su circuitería interna, dimensionando los componentes y circuitos hasta la última soldadura para que resistan lo que en definitiva no será más que un sobrecalentamiento. Ahora bien, si usted nota que sus movimientos se vuelven torpes, o su hablar no es fluido o se vuelve incoherente, en fin, cualquier anomalía, ya sabe cuál es el procedimiento para desconectarla. Debe hacerlo para impedir daños.
— Pero ese procedimiento, es como matarla.
— Por el tiempo que usted quiera. Luego, le da al botón y voilá, a funcionar. Eso le dará tiempo para analizar la situación que le produce estrés y tratar de corregirla. Procure que no sufra.
— Pero entonces, el que tiene que sufrir soy yo. Es… terrible.
— Bueno, en último extremo Pigmalión-SRC admite que devuelva el robot a fábrica. Le reembolsaremos el ochenta por ciento de lo pagado.
— No, no es eso. Es terrible querer la felicidad de otra persona y sufrir por no saber cómo conseguirlo.
— Es un robot. Devuélvalo y dormirá tranquilo.
— ¿Y qué ocurrirá con ella?
— Será reconvertida para otros usos. Reprogramada. Su rostro y su figura serán modificados, obvio, para que pase por un robot normal.
No he aceptado. Yo la quiero. Quiero seguir viendo su sonrisa de fresa y nata, ahora que sé que detrás de su expresión incierta, insegura, hay un alma perdida entre la niebla, que no acababa de nacer.
Sufriré. Tendré que beberme muchas veces mis propias lágrimas, y hacerlo sin que ella me vea.