Diez años después de la muerte del dictador, el coche oficial enlaza los Ministerios de siempre con las renacidas Casas del Pueblo. Esta tarde habrá mitin. El ministro Gonzalo Alvear ha llegado a la sede con su escolta. Se reunirá con la Ejecutiva para explicarle por qué es agua pasada aquello de “OTAN, de entrada no”. Después comerá con el delegado del Gobierno, su mano derecha en la región, y a la tarde baño de multitudes en la plaza de toros y viaje de vuelta a Madrid.
Paco se ha acercado a la Casa del Pueblo a saludar a Gonzalo, su amigo y camarada en la clandestinidad.
Paco es un simple afiliado. Colabora en las campañas electorales. No tiene cargo, pero sabe donde están las escobas para echarle un barrido de urgencia al local o dónde se guardan los megáfonos para los coches. Un divorcio, un hijo temprano y unas oposiciones a Instituto que no salieron bien, le han apartado de la estela de su amigo, que desde un decorativo puesto de Secretario de Formación en la Agrupación Local ha saltado en menos de un lustro todos los escalones que llevan a la capital. Hace tiempo que no se ven, quiere saludarlo y también hablarle de un temilla, a ver si le puede echar una mano. También de lo de la OTAN: no lo ve claro.
Frente a la sede hay tres coches con matrícula del PMM. El del centro, un Dodge 3700, hace sonreír a Paco: aquella mañana de diciembre de 1973 Gonzalo y él subían por Serrano camino del CSIC y no oyeron nada pese a estar tan cerca de Claudio Coello. Gonzalo viaja ahora en el mismo coche que elevó a los cielos al almirante Carrero.
Dos hombres le cierran el paso en el portal. Se identifican, muestran la placa. Paco se tensa, es un reflejo adquirido. Enseña el DNI. Al lado, el carnet del partido, el puño y la rosa, le sirven para sacar pecho: viene a ver a su amigo, el ministro.
En el segundo piso es Mariaje, como siempre, quien abre la puerta. Pero es el secreta que está junto a ella el que lo conduce hasta el despacho del Secretario de Organización, ocupado ahora por un desconocido de cazadora y corbata que le da la mano y le invita a sentarse como si aquella casa fuera suya.
– Soy Manuel Gamón, comisario principal. El ministro está reunido. Después tiene una agenda apretada. Dígame que desea: trataré de gestionárselo.
Paco empieza a decir aquello de “Soy amigo personal de Gonzalo”, y se corta. Está teniendo un déjà vu del individuo con pantalones acampanados, patillas y bigote a lo Sargento Pepper.
– ¿Tú? No es posible.
– ¿Perdón?
– Vaya sorpresa.
– Me confunde.
Paco duda como el que pisa un charco inesperado. Y decide que uno no ha estado en la cárcel el día que murió Franco como para achantarse ahora.
– Te haré memoria: septiembre de 1975.
El comisario se levanta. Cansinamente. Cierra la puerta y se vuelve hacia Paco.
– Aquello no interesa ya a nadie.
– Yo no olvido.
– Vosotros mandáis ahora. ¿Qué más queréis? Nosotros cumplimos nuestro trabajo igual entonces que ahora.
– No entiendo que la gente como tú prospere con nosotros. ¿Qué eras tú? ¿Subinspector? Y ahora, ¿qué me has dicho que eres? ¿Comisario de primera? Has hecho carrera. Y lo que más me jode, con nosotros.
– Mira, tú y yo ahora tenemos el mismo jefe: Gonzalo. Algo tendremos en común los tres. Yo estoy aquí porque todos los gobiernos necesitan buenos profesionales.
– No hemos podido hacer otra cosa que heredar lo que había. Pero no te engañes: no somos iguales. No lo éramos entonces y no lo somos ahora. ¿O quieres que te recuerde lo que hacíais?
– No deberías desafiarme a eso. Si algo tenemos los policías de raza, es una excelente memoria.
– ¿No decías que no te acordabas de mí?
– He tenido ya muchas conversaciones como ésta. Me cansa. Claro que me acuerdo de ti. Liga Comunista Revolucionaria. Tú también has cambiado tus fervores trotskistas de entonces por estas férreas convicciones socialdemócratas de ahora. Es mejor dejarlo.
– No. No olvido lo que pasamos Gonzalo, Luis y yo. Diez días de infierno, a golpes, sin dejarnos dormir.
– Para, para. Algún golpe sí que hubo, pero bien que os vino luego como ejecutoria democrática y antifascista, cuando hubo que cobrar réditos. Y nada que ver con lo de unos años antes: en 1975 estábamos mucho más suaves. Además, cantabais en seguida. Si los que ahora os votan supieran cómo os cagabais encima a las primeras bofetadas…
– ¡Hijo de puta! No queríamos ser mártires gratuitos. Sabíamos que íbamos a ser detenidos. Sabíamos que no podríamos aguantar diez días de interrogatorios. Habíamos calculado la información que tenía que soltar cada uno y cómo ir largándola para dar tiempo a los camaradas a escapar.
– Pues mira, lo sacamos todo, multicopista, pisos francos, veintitantos detenidos. Y no a vuestro ritmo, sino de golpe.
– Lo machacasteis. A Luis lo machacasteis.
– ¿Luis? Me acuerdo perfectamente. Fue el primero que detuvimos, cuatro días antes de trincaros a los demás. Lo hicimos para poneros nerviosos y ver si dabais un paso en falso. Ya sabes, la amenaza es más importante que su ejecución. Pero te equivocas. No fue Luis el que cantó. Y eso que recibió lo suyo.
– Con qué tranquilidad hablas de eso. Me das asco.
– Cómodo no era, lo reconozco. Pero que sepas: Luis aguantó todo. El primero, el segundo, el tercero, el cuarto día. ¿Y sabes qué pasó al quinto? Le dio un subidón de pensar que nos había ganado. Porque vuestro objetivo era ése, ¿no?, aguantar cinco días. Luis marcaba con las uñas una raya en la pared del calabozo por cada uno. Sin reloj, sin luz natural. Seguro que contaba los cambios de turno de los guardias. Y cuando llegó a la de cinco, se le fue la olla. En lugar de largar algo, soltar lastre y descansar, tal como habíais calculado hacer después del quinto día, Luis nos decía: “Os queda un telediario. Vuestro Caudillo no va a comer el turrón. Peor que los de la PIDE. Ellos aún han podido salir por piernas para España, pero vosotros no podréis ir ni a Portugal. Acabareis cazados como conejos”. Y claro, se llevó alguna hostia de más.
– ¿Alguna hostia, dices? ¿Cómo puedes…?
– Lo que pasó es difícil de creer. Estábamos cuatro. Él, sentado. Yo le había ofrecido un cigarrillo y, mientras le daba fuego, él me decía “¿qué, luego me lo apagarás en la planta de los pies?”. Si se hubiera quedado callado, te aseguro que lo hubiéramos dejado en los calabozos los días que quedaban para que no llegara al TOP en un estado demasiado penoso. Pero no, allí estaba, los morros partidos y una insoportable sonrisa perdonavidas. Entonces pasó lo que pasó: uno de nosotros, y te aseguro que no fui yo y que si lo hubiera sido me importaría un comino reconocerlo, le quitó el cigarro y empezó a pasearle la brasa por delante de los ojos. Y él, en un descuido del otro, se tiró de cabeza contra el radiador. Perdió el conocimiento, lo puso todo perdido de sangre. Y ya sí, lo dejamos tranquilo.
– ¡Hijos de puta!
– Dí lo que quieras, pero cuando él llegó a la cárcel y lo contaba, vosotros no le creíais. Pensabais que trataba de taparse. Fuisteis muy injustos con él.
Paco tuvo en la punta de la lengua un “Y tú, ¿cómo lo sabes?”. Le contuvo la intuición de que aquello no era ya un charco, sino arenas movedizas. De pronto, sintió que ajustaban las piezas de un puzzle que habían permanecido mal encajadas durante años.
Luis había llegado a la celda con la cara amoratada y un gran costurón en la frente. A nadie se le ocurrió pensar que hubiera podido resistir aquello, entre otras cosas porque alguien, necesariamente alguien tenía que haber cantado. Gonzalo había espantado a todos contando su tropiezo con Luis en un pasillo. Fue al salir de un interrogatorio cuando lo vio, acarreado de los hombros por dos polis, arrastrando los pies y dejando un punteado de lunares rojos en el pasillo. Fue fácil para todos conjurarse con la propuesta de Gonzalo: no dirigirle ni una mala palabra, ni medio reproche. No aludir en ningún momento a lo que había pasado en los interrogatorios. Paco entendía ahora que Luis no pudiera defenderse de una acusación que nadie le formulaba, pero que habría percibido en la indulgencia con la que se le trataba, en la conspiración de silencio en torno a él. Y entre los muros y rejas de la cárcel, donde no había más que un “nosotros” y un “ellos”, Luis se encerró en si mismo, en un rincón del patio, el más desvalido e indefenso de todos. Cuando fue excarcelado, Luis desapareció para siempre.
¿Quien había cantado? Paco recordaba que él recibió la primera bofetada con alivio, porque uno se da cuenta de que duele menos de lo que había esperado. Lo peor, si nunca te han puesto la mano encima, es imaginarte que te van a pegar. Y si en ese momento te cruzas con un guiñapo sanguinolento, como le ocurrió a Gonzalo…
Pero Gonzalo ¿entraba o salía? Gonzalo se tenía que haber equivocado, Los interrogatorios eran de uno en uno, con los mismos polis que utilizaban la información del anterior como palanca para el siguiente. Aquello no encajaba. O encajaba demasiado.
Paco se levanta hacia la puerta. Quiere decir algo a modo de despedida, pero ni él mismo entiende las palabras que vinieron a su boca.
– Entonces, ¿qué quieres que le diga a Gonzalo? -el comisario se adelanta y le abre la puerta.
– Déjalo. Se me ha olvidado.
Por un momento, el destello de una sonrisa cruza el rostro del comisario.
– ¿Vas a ir al mitin? Le gusta mucho que sus amigos le hagan pasillo para saludarlos cuando sube a la tribuna.
– No. Lo de la OTAN ya me lo sé. Y todo lo demás también, la pena es no haberlo aprendido antes.