Allá al fondo hay mesa libre. ¿Te importa? No me gusta sentarme cerca de la puerta, ni dar la espalda al pasillo. Una rareza, lo sé. ¿Te sonríes? Piensas que alguien que ha estado treinta años en la cárcel no puede haber quedado bien, que tiene que salir tocado. Pues sí. No sé. Me dan lo mismo los encasillamientos. Cada vida es única. No me siento lástima, ni un héroe. Tampoco un villano.
Pero de eso se trata, ¿no? Vas a alimentar esos tópicos, porque sin tópicos no podrás trazar un retrato de grupo de los viejos gudaris. Saldrá tu libro, precedido de un reportaje o un avance en algún periódico o en un suplemento semanal. ¿No se hace así el marketing? Se harán películas también. Mucho me temo que los que hemos vivido todo eso, nos veremos condenados a revivirlo una y otra vez. Manipulareis nuestros relatos para que os encajen a vosotros, sin duda. Y hasta conseguiréis que cambiemos nuestros recuerdos, que creamos haber vivido algo distinto de lo que fue.
No confío en ti. Especulas con una tendencia innata a la confidencia por parte de alguien como yo, que se ha comido el tarro en soledad durante muchos años. Creo que quieres sacarme lo que quieres oír, quieres que confirme lo que tú ya has pensado dar masticado a tus lectores.
Me gustaría estropearte tu libro. Al menos, que no puedas citarme para escribirlo.
Café, sí. Solo. Gracias. ¿Sabes por qué me cogieron? Por una taza de café. Fue una ekintza en un bar. Al tipo lo teníamos enfilado desde hacía meses, años. Su coche ya había ardido una madrugada. Una noche, un cóctel molotov había reventado en una llamarada contra el balcón de su casa. Pero el tipo no se iba del pueblo. Nos desafiaba.
Sabía moverse, era un txakurra. De los de txapela, pero txakurra. Fue difícil cazarlo. La única rutina que repetía era tomarse un café al comienzo de la mañana en el mismo bar. Un bar cutrecillo, de los que no invitan si vas por la calle. Una barra alargada, paralela al pasillo, y un pequeño rincón al fondo con dos o tres mesas de madera fijas al suelo y bancos corridos, adosados a la pared y forrados de un skai rojo mugriento.
Lo normal hubiera sido entrar dos con las pistolas ya amartilladas y tirotearlo antes de que levantara la vista. Pero él se sentaba siempre en la misma mesa, al fondo, con la espalda contra la pared, vigilando la puerta. Quizás le hubiera dado tiempo a sacar la pistola. No sabíamos. El pasillo era largo y estrecho, podía haber más o menos gente, obstáculos, imprevistos. Tuvimos que arriesgar. Lo hice yo solo. Le esperé en la barra. Le dejé entrar, sentarse, pedir su café, encenderse un pitillo. Di tiempo a que el bar se vaciara, a que solo quedaran otros dos clientes. Acabé mi café. Me aseguré de que la camarera dejaba mi taza en la fregadera. Entonces me di la vuelta con la pistola en la mano y disparé. Cuatro tiros, tres segundos.
Los jueces han cargado mi sumario con otras muertes. Ésta es la única de la que recuerdo el rostro. Una bomba detonada a distancia, un patrol verde volcando a cámara lenta no deja recuerdos. Un cuerpo que se desploma, la cabeza taladrada por un coágulo, es una película que te pasa una y otra vez delante de los ojos. En el cine evito ver escenas como ésa. Cuando un zapeo casual me coloca delante de una de ellas, me quedo atrapado. Me repele, pero no puedo sustraerme.
Al hacerlo, yo no sentía nada, ni aprensión, ni siquiera miedo. Era después, a salvo en mi escondite, cuando me temblaba todo el cuerpo. Ansiedad, excitación, pánico. Un júbilo desaforado por haber salido indemne, por haber conseguido el objetivo.
Aquel día yo no sabía a quién ejecutaba. Me habían pasado su descripción, había visto fotos. Sabía su nombre, dónde vivía, que tenía esposa y dos niños pequeños, cómo era su coche, a qué hora salía de casa, qué solía hacer los días que trabajaba y los que no. Pero no sabía quién era. Después de hacerlo, su rostro se multiplicó por todas partes. Pantallas y periódicos fundían su imagen con la que yo recordaba resbalando desde la mesa al suelo, crispada, sorprendida, ensangrentada, muerta. Supe que años atrás él también había militado en ETA. Muchos años atrás. Lo leí en un periódico. No pedí explicaciones. Eran tiempos unánimes.
Alguien puso flores y velas junto a la puerta del bar. A la noche otras manos dejaron claro que solo nuestros muertos tenían derecho a la memoria. Hubo pleno municipal, tumultuario en personas y en argumentos sostenidos con los puños. Entonces vi a su hermana por primera vez. Como una gorgona: me fascinaba y me repelía al mismo tiempo. Era una mujer atractiva, pero en ella estaba también el rostro de su hermano. ¿No son eso, los rasgos de familia, como un mínimo común denominador, esa nariz, esos ojos, esa boca? La verdad es que ella era una mujer guapa. Si al menos su cara se hubiera deslustrado entre sollozos histéricos y gritos vulgares. Al contrario: entre tanto aspaviento a su alrededor, su gesto era intensamente sobrio. La oí en las entrevistas: sus palabras estaban afiladas por el dolor y la rabia. Yo tenía argumentos sobrados para rechazarlas: no me había metido en esto como un tonto. Más de una vez me encontré debatiendo a solas con ella, contra ella, en el espacio imaginario de mi mente. Yo lamentaba la muerte de su hermano. Pero él se había colocado frente a nosotros, contra nuestro pueblo, contra su destino. Y también pudo ocurrir que fuera yo el que cayera, en lugar de él. Estábamos en guerra, había ocurrido.
Durante años viví la doble vida del comando legal. Daba un palo y me escondía en la rutina diaria. En el trabajo, en el bar, en la herriko taberna, en el equipo de rugby donde jugaba, la gente a mi alrededor, conocidos, amigos, familiares, todos comentaban el suceso con admiración o con sorpresa. Ninguno se imaginaba que yo era la serpiente que había dado el hachazo.
Mientras tanto la mujer y los dos hijos de él siguieron allí en el pueblo. Años atrás hubieran perdido amigos y saludos por la calle, se hubieran marchado a la capital, a otro pueblo donde no los conocieran. Lo cierto es que se quedaron. Los tiempos estaban cambiando.
Ella… ella seguía apareciendo en público. Como una erinia de nuestros actos, allí donde había un funeral, una viuda, unos huérfanos, aparecía ella para reclamar la venganza por esa nueva muerte que era también la de su hermano. Nos desafiaba. Se convirtió en un nuevo objetivo para nosotros. Otros la vigilaron, la espiaron. Me pasaron los datos. Una mañana la esperé frente a su piso. Había un bar y una cristalera para ver toda la calle. La vi salir con sus hijos camino del colegio y un hombre detrás. Pero me pareció que no era yo el único que observaba. Contravigilancia, casi seguro. Desaconsejé la ekintza con alivio.
Me pillaron por la taza de café. La camarera no había fregado la taza. La rescataron del montón, la analizaron. Años después, alguien bastante listo encargó que se hicieran etilometrías fingidamente casuales a una lista de personas. Por qué tardaron tanto en pillarme, no lo sé. Bueno, si lo sé. El abogado ya me dijo, que tenían muestras mías de saliva mías desde tiempo antes, pero que la máquina del ADN no había funcionado bien. Y no por casualidad, supongo. Eran otros tiempos, teníamos gente que echaba un cable con disimulo. Esta vez no, esta vez el laboratorio me señaló. Me siguieron, me vigilaron y, cuando les pareció oportuno, me echaron el guante, a mí y a mis compañeros de talde. Empezó otra etapa de mi vida, la más larga o la más corta, según se mire.
Te preparas para la tortura, para el dolor, y con lo que tienes que lidiar realmente es con tu propio miedo, la desorientación, tus inseguridades. Te han dicho tantas cosas, que es peor cuando esperas a que suceda que lo que realmente acaba sucediendo. Cuando me tocó a mí, se pasaba más fácil por comisaría. Además, se trataba de la Ertzantza, no de la Guardia Civil. Pero eso lo percibes después, cuando llegas a la cárcel. En comisaría el mundo se cierra a tu alrededor, como si hubieran bajado las persianas. De pronto dependes para todo de unos tipos que son tus enemigos. Para ir a mear, para que te dejen echar una calada a un cigarrillo, para que el malo no te aostie como ha prometido. Se te salen los zapatos porque te quitan los cordones y se te caen los pantalones porque no puedes llevar correa y porque en cinco días adelgazas una talla. No duermes o te cuesta dormir, pero cuando cierras los ojos te pegas horas de un tirón y no sueñas, de tan alerta que estás a lo que te pueda pasar.
No les hacía falta ser duros conmigo. Descubres de pronto que ellos te tienen trincado de mil maneras, con escuchas, huellas, vigilancias. Te lo ponen todo delante y tú solo tienes que mover la cabeza para decir que sí una y otra vez, y al final de todo firmar. Si hubieran sido otros tiempos… yo creo que si hubieran sido otros tiempos y caigo en manos de la Guardia Civil, igual no salgo vivo de allí. O salgo muy tocado. La gente que ha tenido una experiencia dura en comisaría o en un cuartel, no habla nunca de eso. Cuentan cosas sueltas, que si la bañera o una bolsa de plástico en la cabeza. Pero el quid de los interrogatorios no está en eso, en hacerte daño. ¿Tú sabes cómo te anestesian para operarte de la vista? Te meten una aguja por debajo del párpado que te hace sentir el dolor desde el ojo hasta la nuca. Si eso te lo hicieran en un interrogatorio, te derrumbarías. Yo al menos no lo aguantaría. Y sin embargo, se hace todos los días en los hospitales y la gente va de buen grado a que le hagan eso. No, en un interrogatorio lo que ellos pretenden es otra cosa: hacerte creer lo que no es, cambiar tu realidad. A uno le quieren convencer de que su compañero de talde ha cantado, o de que tienen detenida a su novia o a su hermana y que le van a hacer esto o aquello. Lo difícil no es aguantar el dolor, lo difícil es mantener la cabeza, saber quién eres, por qué estás ahí y qué tienes que hacer y decir cuando a tu alrededor parece que se ha derrumbado todo.
La cárcel, cuando por fin llegas, es una liberación. Aunque sea la cárcel. Estás con los tuyos. Los compañeros te aplauden, tú rebosas orgullo. Sabes que en tu pueblo ha sorprendido tu detención. Ahora todos saben que eres un gudari. Te has convertido en un referente, en un ejemplo para los demás. Llegan las visitas, las cartas de ánimo. Durante el primer año solo respiras una frase para todos los demás: “jo-ta-ke irabazi arte”.
Pero eso es el primer año. Luego llegan los juicios. A ella volví a verla en el juicio por la muerte de su hermano. Estaba entre el público. No me quitaba la vista de encima, ni siquiera cuando hablaba el fiscal o el abogado. Yo no pude evitar cruzar la mirada con ella: sentí la vergüenza del que ofende. Al poco, los tres que estábamos dentro de la pecera nos levantamos, aporreamos los cristales, desafiamos al tribunal, nos sacaron de la sala. No es lo que yo hubiera querido hacer delante de ella. Tampoco sé lo que le hubiera dicho entonces, si hubiera tenido ocasión. Pero no eso.
Durante los tres primeros años los juicios se suceden y las sentencias van sumando condenas imposibles de cumplir. No te preocupas: llegará la amnistía y barrerá con todo. Para los que acabábamos de llegar, la amnistía era una certeza. Para los que llevaban mucho tiempo, una esperanza.
Dentro de la cárcel los presos hacíamos piña, frente común, huelgas, plantes. El grupo se cementa con el odio, y el odio hay que cultivarlo con acciones, represalias y reacciones.
De los de fuera se espera un apoyo sin fisuras. Yo encontré pareja al poco de entrar en la cárcel, quién me lo iba a decir. Su nombre, Haitze, significa viento o susurro. Solía atender la barra de la herriko taberna en fiestas. Una vez la acompañé a su casa. Haitze apareció un día de visita acompañando a mi madre. Nada ocurre en este mundo de los presos y sus familias que no haya sido pensado, estudiado. Fue ella la que propuso, me pidió un vis a vis. No sé qué pude haber sido yo para ella. Quizás le bastaba con pasearse por el pueblo como la novia de un gudari. A mí, en todo caso, cada vez que se marchaba me dejaba una melancolía infinita. ¿Por ella? Entonces pensaba que sí, incluso que estaba enamorado. En realidad era la tristeza del preso.
Un día me dijeron: tu madre ha muerto en una carretera de Soria cuando venía de visitarte. Otro día me trasladaron al pueblo para asistir al entierro de mi padre. Otro día me dijeron que Haitze había pasado la muga. Seguramente era necesario su aliento allí para la lucha. No me dijeron que también susurraba palabras de amor para otro hombre. Era lógico que lo hiciera. ¿Qué puede dar un preso?
En la cárcel la vida se congela, el tiempo no. Recurrentemente, caía en mis manos un artículo de ella, una entrevista con ella, la hermana. También en su cara aparecían surcos y el color de su pelo cambió del negro azabache a ese rojo caoba con el que las mujeres tapan las canas. Solo un rostro no envejecía: el de su hermano tiroteado, contorsionado, cayendo al suelo entre regueros de sangre.
La derrota llegó a paso lento. Compañeros que elegían abogados diferentes de los que señalaba la dirección. Compañeros que no secundaban las protestas, que no las consideraban “oportunas”. Los que, sin dar explicaciones, optaban por hacer su estancia en la cárcel lo más corta posible. Calculados traslados, que aislaban a los duros, protegían a los que se acomodaban, golpeaban al que ofrecía la consistencia quebradiza del cristal.
Entremedias, las treguas, las sucesivas treguas. Tanta esperanza se abría, tanta era la decepción cuando meses después se rompía la tregua. Las detenciones no cejaban, las ekintzas se espaciaban, cada vez menos contundentes. Llegó un momento en el que ya no había treguas que ofrecer, que la amnistía, certeza de antaño, pasó a ser una quimera.
Antes, los que cumplían su condena eran recibidos a la salida de la cárcel, acompañados en comitiva hasta su pueblo, celebrados con un aurresku, un nombre para una calle, un lugar de honor en las fiestas. Con la derrota, sólo venían a la puerta de la cárcel apenas unos pocos amigos y familiares. Cuando me tocó a mí, treinta años cumplidos, le dije al abogado que mintiera sobre la fecha de mi salida, no sea que alguno se acordara de mí. Volví al pueblo solo, un largo viaje, llenándome los ojos de calle.
¿Sabes lo primero que hace un preso? Caminar sin límites, caminar hasta quedar exhausto sin necesidad de dar media vuelta cada cincuenta pasos delante de una pared. Caminé tanto, que era de esperar que ocurriera: vivimos en el mismo pueblo. Yo seguía atrapado en mi rutina compulsiva de paseos. Nos sorprendimos los dos, tan cerca. Ella iba del brazo de un hombre. Lo soltó, dio dos pasos hacia mí, lentos. Era una anciana. Una anciana no mucho mayor que yo. Me llamó “Asesino” con una voz tan baja que nadie más lo oyó.
Me sentí herido, dolido, rechazado. Furioso. Y al mismo tiempo, no la eludí. No me di la vuelta. Tampoco la enfrenté desafiante. Me quedé ante ella, con la cabeza agachada, un poco de lado. Dije “lo siento”. No sé si me oyó. Ya se había marchado.
Sigo paseando para encontrarla. La veo venir de lejos. Entonces me aparto, cambio mi camino. Sé que mi presencia le resulta odiosa. Quisiera hablar con ella, explicarle, pedirle perdón. ¿Pero cómo se le pide perdón a quién no te va a perdonar? Entonces me enfado con ella porque no me perdona.
He averiguado su dirección. Le escribo una carta, una sola carta que repaso una y otra vez, pero que no he llegado nunca a enviar.
Le digo que no soy un monstruo. Que un individuo normal, corriente, puede empuñar una pistola y matar. Le hablo del que tira una bengala en el graderío sur. Eso nunca se hace solo. Se va en grupo, en cuadrilla, animado, jaleado. Las pistolas las empuñan unos pocos. Los más decididos, ¿son más culpables que los que jalean, aplauden, calientan el partido?
Por qué, cómo se llegó a eso, todos sabemos cómo ha sido. Un poeta escribió un verso, un verso que hablaba de piedras y de pueblo y que ha sido como una losa para este pueblo. Harri eta herri. “Defenderé la casa de mi padre”. Yo nací aquí, en este pueblo. Abracé la causa, canté los versos. Era joven.
Han pasado muchos años desde entonces. Mi vida entera. Y ahora me siento aquí, al fondo, la espalda contra la pared. Le escribo la carta de nuevo y sé que no se la puedo enviar. No hay en mi carta ninguna razón para que me perdone.