No preguntes

Había tecleado Barbe Azul y en lugar de respuesta recibió una sugerencia: quizás quiso decir Barbie Azul. Tiró del gancho inesperado y acabó en un foro de literatura infantil donde parloteaban el Capitán Garfio, Blancanieves, el Gato con Botas, Cenicienta y también algunos otros que no habían querido vestirse de personaje de cuento para la ocasión.

Si hubiera estado urgido por una fecha para la entrega del trabajo, hubiera pasado de largo ante aquella cháchara más distractiva que interesante. Pero aquel nick, Barbie-Azul, posteaba cuchillas de afeitar. Su avatar le intrigó. Una foto, un gesto incierto. La cara desviada detrás de una cascada de rizos oscuros. O quizás sólo estaba encaminada hacia alguien muy pequeño que tiraba de su mano. Pensó en un niño, por aquello de ponerle una sonrisa y darle un destino. Completaban la careta unas gafas de sol como el antifaz del Zorro, sobre una nariz afilada.

Se esconde y se muestra. ¿Por qué?, se preguntó.

Completó su registro en un minuto apresurado. Solo tuvo un momento de duda a la hora elegir ese nombre que te oculta y a la vez te presenta. Cuando finalmente tecleó la penúltima palabra que había consultado en la red, se sintió coherente: Psique le había llevado a Barbie Azul. Satisfecho, se sumergió en los hilos y dejó un par de notas sobre Andersen en un debate acerca de El cuento de Navidad de Dickens. Todo para encontrar ocasión de enviarle el primer privado.

PSIQUE: ¿Por qué te llamas Barbie-Azul?

BARBIE-AZUL: No preguntes….

Él insistió. Ella le hizo de espejo:

– ¿Psique?

– Porque soy enamoradizo y de fácil embeleso -dijo, fingiendo que no decía la verdad, y después se arrepintió de haberse desnudado tan deprisa.

– Llévate cuidado -le contestó ella- Hay mucha loba suelta, caperucito.

Fue él quien mencionó la Semana del Libro Infantil en Guadalajara. Ella la que comentó que vivía cerca. Y él quien se atrevió a decir que no le importaría acercarse para verla con ella. “¿No tienes miedo al lobo?”, preguntó ella. Y él respondió in extremis “¿Sabes si ronda alguno?”, a punto de confesar que le gustaría ser devorado.

Cuando hablaron por teléfono, la voz de ella sonó más rigurosa de lo que esperaba. La suya propia, tan azorada que se olvidó de las zalemas que había urdido. “Hola, Barbie”. “Hola, Psique”. Quedaron para el sábado por la mañana. Él le pidió una seña, cómo iría vestida, en qué puesto de la feria, a qué hora exacta. Ella le volvió a repetir: “No preguntes”.

Su avión era tempranero. Le dio tiempo de ver la exposición de arriba abajo varias veces antes de la hora que ella le había anunciado como probable. Compró una edición de cuentos infantiles japoneses, y se la hizo envolver en papel de regalo. Un rato más tarde, empezó a seguir con la vista a todas las morenas que pasaban. Cuando tuvo la certeza de que ninguna de las que había dentro del recinto podía ser ella, se situó de plantón en la entrada principal, seguro de reconocerla cuando llegara. Cerca de mediodía, ya cansado de esperar, marcó su número: apagado o fuera de cobertura. Se marchó a comer con el regalo en la mochila, y la convicción de estar haciendo el ridículo si seguía esperando que ella le llamara siquiera.

Largo rato después, tumbado en la habitación del hotel, timbreó el teléfono. Era ella: “Lo siento. No he podido avisarte. Te recojo a y cuarto”.

A y diez, él ya estaba en la puerta del hotel, en la acera. Esperaba que ella apareciera en coche. Le tocaron por detrás:

– ¿Raúl?

Al darse la vuelta, se encontró delante de una mujer que correspondía exactamente con la foto del avatar, hasta en las gafas de sol estrictamente innecesarias en un día nublado como aquél. Pero nada de lo que siguió después fue ninguna de las dieciocho variantes que Raúl había imaginado. Ella le dio la mano, estableciendo una distancia física inesperada. Siguió un incómodo silencio, tal como ocurrió la primera vez que hablaron por teléfono. Al igual que entonces, ella no se lo puso fácil y aguantó callada. Por fin, Raúl sacó el regalo de su mochila, nada convencido de que tuviera que agradecer algo y bastante seguro de hacer el idiota. Ella lo abrió.

– Oh, gracias -portada y contraportada, y sin ojear el interior lo guardó en el bolso- . ¿Qué hacemos? ¿Te apetece ir a algún lado?

– No has visto la exposición. ¿Quieres que vayamos?

– ¿No te importa volver? Me temo que esta mañana te habrás aburrido de verla. Lo siento, ya te dije que no te podía dar una seguridad de cuándo podría aparecer por allí.

Raúl no preguntó. Se había acostumbrado con ella a no preguntar. Cuando él le había dicho que trabajaba en un centro coordinador de bibliotecas de la Junta, y que se encargaba en particular de todo lo que tratara de literatura infantil, ella no había correspondido suministrando información equivalente. Cuando la interpeló abiertamente “Y tú, ¿en qué trabajas?”, casi esperó oír de nuevo aquello de No preguntes. Le dijo que era funcionaria. “Yo también”, pensó él que podría haber contestado.

Caminaron hasta la exposición, a pocos minutos del hotel. Quien se hubiera tropezado con ellos, hubiera pensado en una pareja perfectamente equilibrada, los dos por encima de los treinta. Él, con su melena agrisada, sus gafas de profesor y una mochila a la espalda de reducido tamaño comprada en la sección de complementos para la mujer de El Corte Inglés. Ella, con un conjunto de cazadora y pantalón que no llamaría la atención en un mercadillo callejero ni en el vestíbulo de un hotel de lujo; unas zapatillas azules con suela de goma blanca, ribeteado rojo y cordones blancos cuidadosamente trenzados; y un bolso no muy grande, pero que tensaba las correas como si dentro llevara mucho más peso que el libro que le habían regalado.

Él hizo de cicerone, de puesto en puesto, en una exhibición de conocimientos editoriales y literarios con los que trataba de empujar la conversación. Al final, cansado de no tener eco, decidió callar. Y lo hizo tan súbitamente que ella se sintió sorprendida mirando los techos y las paredes. Dijo entonces ella la única frase convencional, de relleno, que se había permitido en toda la tarde:

– La verdad, este palacio es de cuento, no podían haber elegido otro sitio mejor.

El gancho tiraba de sus conocimientos eruditos sobre el Palacio del Infantado. Lo desdeñó. Se preguntó cuánto tiempo llevaría viviendo en Madrid una persona que parecía que visitaba por primera vez este edificio tan conocido. Se preguntó a dónde llevaba esta cita estúpida, qué estaba pasando, por qué aquella persona había aceptado su propuesta de conocerse si en realidad en ningún momento había hecho el gesto siquiera de quitarse las gafas de sol.

– Sin gafas de sol lo apreciarías mejor -Raúl ya no trató de disimular su irritación.

Ella se quitó las gafas. Se le quedó mirando fijamente y le dijo:

– ¿Mejor así?

Raúl le devolvió la mirada, recorriendo sin pudor alguno todos los rasgos de su cara. Sin maquillaje, sin rastros de depilación en sus cejas, sin más adorno que unos discretos pendientes en las orejas, apenas visibles tras la cascada de sus rizos.. No es una mujer guapa, pensó, pero sí de esas que por su carácter pueden imprimir una gran personalidad a sus rasgos. Si se supiera cuál es su carácter, remató el pensamiento.

– Pensaba que esas gafas eran el gabinete de Barbie Azul.

– Todas tenemos nuestra parte oscura, hasta las caperucitas más candorosas.

– ¿Sabes que Barba Azul es el cuento clásico que menos se ha reproducido después para uso infantil?

Ella sonrió:

– No me extraña, pobres niños. ¿Has pensado que voy a invitarte a cenar y que luego te descuartizaré?

Y al decirlo, se aproximó a él y le cogió de un brazo con las dos manos. Raúl se derritió.

– No sé si me estás seduciendo o asustando.

– ¿Qué crees?

– No me lo digas. Acepto cualquier cosa, siempre que no te pongas las gafas.

Rieron.

Aquella tarde y aquella noche él se acostumbró a la caricia ronca de su voz, a la sonrisa estirada de sus labios, al contorno de su cara sin cortinas ni máscaras. Y ella se envolvió poco a poco en el deleite que él le reflejaba. No ocurrió nada más, y se despidieron hasta el día siguiente en el museo de cera.

Esta vez fue ella la primera en llegar, y la que le guió por la galería del crimen y la sala de los horrores, entre descuartizamientos, empalamientos, instrumentos de tortura y ejecución.

Cuando acabaron con ellas, él sintió que le cogían la mano y tiraban de él.

– ¿Adónde vamos?

– A casa.

Tres horas después, ella lo dejaba en el aeropuerto. Tres horas que repasó y recordó durante el vuelo, y esa noche al acostarse, y muchos momentos al día siguiente y en los días que siguieron.

Cómo no recordar. Al salir del museo, nada más subir al coche, ella le había propuesto que cerrara los ojos.

– ¿Por qué?

– No quiero que sepas donde vivo.

– ¿Es un secuestro?

– Voluntario. Tú lo aceptas.

– ¿Y si te engaño y te digo que cierro los ojos, pero miro de vez en cuando?

– Me daré cuenta y te bajaré del coche.

Y él había aceptado. Ella dejó su mano sobre su muslo mientras conducía, entre cambio y cambio de marchas. Él correspondió acariciando su nuca por debajo de sus rizos. Entraron en un edificio con un ascensor de muchos botones que los llevó directamente desde el garaje hasta el piso. Mientras subían, él hundía la cara en su cuello y su pelo, y veía reflejados en el espejo la espalda de ella y sus rizos morenos.

Desde el primer botón y la primera cremallera lucharon entre ellos por imponer un modo, un tempo. Él prefería acariciar sus pechos entre la blusa desabrochada y el sujetador a medio quitar, que desnudarla de cintura para arriba en un santiamén, como si fuera la consulta de un médico. Ella, en cambio, buscaba algo ansiosamente, como si no hubiera tiempo para hacerlo todo antes de la hora del avión. Cuando él se agachó a sus pies para quitarle el pantalón, ella misma se bajó la braga, y levantó primero un pie y luego otro para librarse de ella. Él protestó:

– Oye, eso no se hace. Quitarte las bragas me toca a mí.

La sonrisa de ella fue la de quien entiende una broma, pero no tiene tiempo para ellas.

El buscó, deseaba una fusión lenta. Ella lo apresó con los talones y le marcó el ritmo. Forcejearon, él tratando de contenerla, ella poseída por un estro furioso de ojos cerrados y cabeza girada a un lado y al otro. Hasta que él cedió, se dejó llevar, admirado de aquel frenesí. Cuando hubieron terminado y ella se dio la vuelta, él se entretuvo en buscar su mirada y recorrer su cuerpo como quien acaricia una joya. Pero ella le seguía rehuyendo. Al cabo de un rato, ella dijo:

– Se hace tarde. Tienes que coger el avión -y se levantó ya hasta la cómoda, cogió una braga nueva y un sujetador y entró en el baño.

A Raúl le pareció que en aquel cajón, entre la ropa interior, asomaban unos grilletes dentro de una funda negra, de cuero o de plástico.

Pero no fue aquel detalle lo que más le dio que pensar durante los días que siguieron. Ni los títulos de los libros de su escueta biblioteca, que parecían escritos para documentar las salas del museo que habían visitado.

Ella no se entregaba. En la situación más íntima, seguía rehuyendo el contacto profundo con la otra persona.

Por eso, no le extrañó que el mensaje que le mandó al llegar a casa no tuviera respuesta. A la mañana siguiente, escamoteó un par de horas en su trabajo para redactarle un largo correo que luego no envió porque el instinto le dijo que tantas palabras no eran oportunas.

Al final le mandó otro, más banal y ligero, en el que no pudo evitar incluir una frase ardiente.

Amor a ciegas. Si perdiera la vista, me bastaría tener tu cuerpo delante para ver todo lo que necesito”

Y dejó que fuera ella, en las siguientes respuestas, la que marcara el tempo.

Quince días más tarde volvió a Madrid, ya sin reserva de hotel. Ella lo recogió en el aeropuerto. Al abrazarla, él notó el hierro debajo de la axila.

Tranquilo, es una pistola.

– ¿Pistola?

– Soy policía.

– Y yo voy preso a la cárcel de tu amor.

– No. Sólo detenido por setenta y dos horas. Te dejaré en libertad sin cargos.

Triste libertad, cuando ella volvió a llevarle al aeropuerto. En la distancia, él aprendió a conocer sus caóticos turnos de trabajo por sus apariciones a deshoras en el messenger, o la premura o la demora con la que respondía al teléfono.

El perseveró todos los fines de semana, a pesar de que ella tenía muy pocos libres. Una mañana veló su sueño hasta el comienzo de la tarde, y una tarde encadenó tres películas en el mismo cine mientras ella trabajaba. A él le gustaba saber, después, que habían detenido a un maleante, recogido a una mujer en medio de la noche o devuelto a un niño al hogar de donde se había escapado. Se imaginaba sus manos de caricia enseñando la placa o poniendo los grilletes; su voz, que ya le parecía de miel, dando órdenes con la autoridad inapelable del amor.

Como un animal arisco, receloso, que poco a poco se va acostumbrando a que lo toquen y a que lo cojan en brazos, ella fue acostumbrándose a la presencia de Raúl a su lado. A abrir los ojos sin sentirse inerme. A dejar que él recorriera su cuerpo sin prisas. Una mañana, despertó abrazada a él.

Una tarde, al recogerla a la salida de “Base”, como ella decía, se acercó demasiado a la puerta. Tanto como para asistir al ritual de las despedidas entre compañeros de trabajo: ”¿Vienes mañana, María?”, decía uno con el cuerpo en escorzo y la mano levantada en un adiós. Se acercó demasiado, tanto como para acabar enredado tomando unas cañas con dos compañeros de ella. El que se llamaba Nacho dijo: ”Venga, María, preséntanos a Psique”. Supo que Nacho y ella patrullaban juntos por los foros en busca de pederastas, y que Nacho había sido testigo de los primeros privados cruzados entre él y ella. Sí, se había acercado demasiado: tanto como para sentirse demasiado lejos y fuera de aquel mundo, que era el mundo de ella, su otra vida más allá de sus encuentros de fin de semana.

Ella no acusó recibo de nada, ni entonces, camino de un teatro en el que él fue espectador ausente, ni después, camino de un piso que a él le intrigaba tanto ya como el castillo de Barba Azul. O quizás si. Quizás ella percibió que lo que hasta entonces había sido un contraste encantador en la cómoda de su habitación -la ropa interior femenina junto a la sobaquera con funda para la pistola, los grilletes y un cargador-, ahora empezaba a ser un demonio para él. Que él empezaba a desvariar sobre sus noches de trabajo a bordo de un patrulla camuflado, el recorrido nocturno por el Madrid del vicio y de la bronca, con muchas pausas, muchas esperas en lugares discretos, muchos Nachos.

Aquella noche el encuentro entre las sábanas tuvo un punto amargo para él. Quizás para ella. Ninguno de los dos lo hizo patente. A la mañana el teléfono sonó para avisarle a ella que debía presentarse en Base con urgencia. “Serán dos horas. Aún tendremos toda la tarde para nosotros”, le dijo mientras se enfundaba los vaqueros, un jersey ceñido y la funda sobaquera debajo de la cazadora. “Vale, ¿te espero aquí?”. “Sí, mejor”. El se quedó mirando la pistola y los grilletes. “¿Me dejas el ordenador y miro que está pasando en el foro? Hace días que no entro”. Ella retuvo el aire antes de contestar.

Vale. Te apunto la contraseña. Sólo te pido una cosa: no fisgonees en mis cosas”.

Sin decir nada más, la sola mirada añadía: “Ni se te ocurra

Y no lo hizo al primer intento, ni en la primera media hora. Sólo tras leer algunos diálogos del foro, se imaginó a Nacho de patrulla por la red. Vio el avatar de Garfio, el de las réplicas cómplices con ella, siempre presente en todos los hilos, siempre ocurrente, y cabaló que otro Nacho podría estar detrás de él. Que los dos, cada uno a su manera, pudieran ser algo para ella. Y el puntero del ratón navegó impulsado por sus celos entre Mis documentos, Mis imágenes, Mi música, hasta encontrar aquella carpeta que si hubiera puesto Mis amantes, no hubiera sido más obvio. Cada subcarpeta, un nombre. Y dentro…

Dentro.

Cuando decidió apartarse de aquel infierno, el seísmo de grado nueve que había revuelto sus sentimientos, seguía replicando sin parar. Cerró la sesión, apagó el ordenador, preparó un café, encendió un cigarro, todo a la vez y a trompicones. Fue entonces cuando llamó ella para decirle que volvía ya, que sólo tardaría un poco más. Que ella concluyera con un “Te pasa algo. A ti te pasa algo”, no fue sabiduría policial sino, a lo más, instinto o experiencia de amante. El negó con ofuscada vehemencia, atisbando ya lo que iba a ocurrir en cuanto ella regresara. Pues conocía al dedillo la trama del cuento elegido por ella. Y en ese cuento, era imposible limpiar la llave de la sangre que la manchaba, de la sangre que delataba que la puerta prohibida había sido traspasada.

Sangre.

En la hora que siguió, él peleó con su sangre. Porque quería seguir habitando aquel castillo. Porque no quería huir, no quería que le expulsaran, no quería ser una carpeta más, cerrada, dentro de otra carpeta dentro de Mis documentos. Quería ser la carpeta abierta, la única que importaba.

Se oyó el ascensor llegando al rellano. La llave en la cerradura. Entró ella, con la expresión de quien llega a casa y le espera algo mucho peor que el trabajo del que se libera. El salió de la cocina, despacio, a su encuentro. “Has mirado, ¿verdad?”, decía ella. Pero él ya le decía “No preguntes…”. El ya le decía: “Date presa y no preguntes…”.

Más tarde, los dos frente a frente, sin más luz entre ellos que sus cuerpos desnudos, se repetían con el lenguaje de los besos: “No preguntes…”.

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